Los lunes
se desmontan las tarimas
y los estrados,
se desclavan lo clavado
y las promesas,
la realidad vuelve
a su estado bruto,
a la poesía.
(De lunes todo el año. Fabio Morábito)
Un préstamo literario y una paráfrasis para iniciar una columna. Quiera el hada de las letras que esto no sea tomado como un mal augurio para participaciones editoriales futuras.
No hace apenas dos semanas, el miércoles 22 de agosto de 2012, la población de Dominica se enfrentaba a la noticia del momento: la noche anterior, Roosevelt Skerrit, Primer Ministro de ese pequeño país americano que todo el mundo suele confundir con República Dominicana, había determinado autorizar el cierre total del país, ante el inminente paso de la Tormenta Tropical Isaac sobre el territorio de este modesto miembro de la Comunidad Británica de Naciones. “Quiero que la gente se mantenga a salvo y bajo techo, mientras nosotros hacemos preparativos para la tormenta” fueron los motivos que dio el funcionario al clausurar la isla. Al leer la noticia en Internet, y confirmarla al encender apenas la televisión y la radio, no pude menos que recordar el inicio de Dios en la tierra, cuento de José Revueltas: “la población estaba cerrada con odio y con piedras.” Inicia esa cruel historia cristera. Mirando la fuerte lluvia por la ventana me escuché decir: el país está cerrado con miedo y con agua.
Cerrar totalmente un país puede sonar como una acción extrema desde nuestra realidad cotidiana, y uno tiene que conocer la circunstancia geográfica de Dominica para entender mejor las razones detrás de tal decisión y sus consecuencias. Dominica es una isla en el Caribe oriental, con apenas 751 kilómetros cuadrados de territorio (Aguascalientes tiene 5 mil 471). Las “puertas” del país son apenas tres: el aeropuerto de Melville Hall, en el noreste de la isla; el aeropuerto de Canefield, que tiene el dudoso honor de ser unos de los aeropuertos más peligrosos del mundo; y el puerto de Roseau, entrada de los cruceros que alimentan la isla de divisas turísticas (principal actividad económica de la isla).
De no cerrar la isla, ante los efectos de ese clima, cada vuelo que intentara aterrizar se estrellaría contra los boscosos montes de Saint Andrew; cada pesada embarcación que insistiera en atracar, arrasaría con los precarios muelles de Roseau y, peor aún, centenares de habitantes al asistir a sus trabajos se verían súbitamente a merced de la fuerza de los elementos, con caminos bloqueados y sin forma de saber cómo están los suyos. Al mediodía de ese miércoles, horario que bajo otras circunstancias sería una hora pico en la capital caribeña, la ciudad era un tropical pueblo fantasma.
Para mí, caminando por esas calles, con el abrigo de mi hotel afortunadamente a la mano, esa era la realidad que enfrentaba: un país cerrado es un país sin movimiento.
Desde el pasado viernes, un gran número de mexicanos que usan las redes sociales (y otros tantos que no lo hacen) han decidido cerrar su porción del país, su individual trozo soberano de esta república en que nos tocó vivir. “EPN no es mi presidente”, en la versión amable de las múltiples consignas similares que ya inundan el ciberespacio. Es el blasón que ahora cuelga de sus cibernéticos muros, y que seguramente pronto engalanará el parabrisas trasero de sus autos, adornará playeras, pancartas y paredes.
La decisión, si bien es respetable, por el derecho inalienable que tenemos a expresar nuestras opiniones, no deja de parecerme un tanto triste. Soy de los primeros en estar de acuerdo en que las recientes campañas electorales no fueron el epítome de la justicia democrática (sea lo que sea que eso signifique en estos nuestros tiempos violentos), y seré de los últimos en afirmar que Peña Nieto era la opción política que realmente necesitaba el país. Pero, con lo que no sé si pueda estar de acuerdo es con esta pulsión volitiva de anular a un presidente con la mera determinación y el pensamiento. Una idea, si se me permite la digresión, cercana al espurio concepto expuesto este mes por Todd Atkin, actual candidato al Senado de los Estados Unidos de América: de acuerdo al congresista de Missouri, ante una “violación legítima, el cuerpo femenino tiene formas de cerrarse ante eso”. Shut down, fue la forma verbal, que empleó el político de Saint Louis. Shut down fue el mismo término que usó el Primer Ministro de Dominica. Cerrar. Cerradas, víctimas y países. Cerradas, como las posturas que se están adoptando tras el reciente consenso en el Trife.
Para Atkin y para los activistas virtuales mexicanos, basta con cerrarnos para negar la realidad: un óvulo no está siendo fecundado, una instancia judicial apegada a derecho (deficiente o no) no está siendo consumada. Este bebé no es de una violación, seguramente se debe a algo más. Este hombre no es mi presidente.
Ellos están cerrando su parte del país. Y un país cerrado, así sin más, sin una estrategia clara de acción, de exigencia, de vigilancia ciudadana para los difíciles seis años que siguen, un país cerrado en la mera necedad de la negación, será un país que se mueva tan sólo al ritmo de la tormenta que se nos viene encima. La confrontación sin argumentación es mero desperdicio de energía, una inútil demostración de falsa conciencia cívica, de muros para adentro (nunca mejor aplicado).
Están cerrando su isla y se están sentando a esperar que pase el ciclón que se les viene encima. Su ración de odio y piedras puede que baste para cerrar su fragmento de realidad. Ojalá que pasada la tormenta, no tengamos que salir a recoger lo que queda del país.
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