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viernes, diciembre 5, 2025

Guía para adoptar un mexicano / Los héroes niños

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A los mexicanos se les enseñó un peculiar y fabuloso mito histórico que es preciso considerar si usted desea adoptar un mexicano. Hay más, muchos más, pero éste en particular ha calado hondo en el carácter y mentalidad nacionales. Toda historia nacional, sin excepciones –como podrá observar en los anales de su propio país, amigo extranjero–, está formada por grandes hombres, grandes decisiones, grandes hechos, no hay azar ni eventos aleatorios, todo sucede por necesidad, todo está interconectado, no hay hechos aislados, todo es causa o efecto, sin excepción, todo tiene que ver con todo. Así, no hay revueltas aquí y allá, insurrectos espontáneos, peleas, asaltos, estampidas, marchas, luchas, caos generalizado, no; hay un gran plan, una gran guerra en la que cada quien juega el papel que el destino le deparó, una gran orquesta guerrera en la que cada quien toca unas cuantas notas de la gran partitura de la sinfonía nacional, que solamente, dicho sea de paso, la posteridad conocerá y narrará en voz y ojos del autorizado narrador omnipresente de la historia oficial. No hay elección, cada quien toca el instrumento que le tocó: el violín de la estrategia, el corno de la reforma, el trombón del plan, los timbales de la batalla. Y entonces el curso del hombre cambia –quizá habría que ponerlo todo con mayúsculas–, la Marcha de la Historia, dicen. Toda historia nacional es una gran cadena montañosa, una serie interminable de monumentos contiguos, bien juntitos y tomados de la mano –recuerde, causas y efectos, interconexión–. En el caso de México, los monumentos representan héroes, que representan personas, que representan acontecimientos, que representan derrotas, grandes y gloriosas derrotas.

Para entender el calado nacional, vale la pena ver de cerca una de esas palizas memorables. Desde niños, y he aquí la clave empática de la supervivencia del cuento, a los mexicanos les narraron la siguiente historia, palabras más, palabras menos: un grupo de niños, ante el cobarde invasor, se atrincheró en un castillo y lo defendió con denuedo hasta la muerte. Los niños, que no eran niños sino mozuelos aprendices –cadetes, en efecto– ya bien entrados en calenturas adolescentes y aferrados a quedarse en las barracas a pesar de las órdenes de desalojo, tuvieron la mala suerte de verse obligados a disparar ante la ofensiva de una avanzada enemiga que claramente los superaba en número y en entrenamiento. Como era de esperarse, perdieron el control de la posición, la mayoría fueron heridos o hechos prisioneros, sólo unos pocos murieron –sí, en efecto, los que aparecen en los libros de texto y en las estampitas–. Hay dos cosas que merecen resaltarse: el lugar, el Castillo de Chapultepec, escenario de todos los devaneos romanticistas mexicanos, hasta la fecha; el clímax, el supuesto lance suicida de uno de los chicos envuelto en la bandera nacional, que cumple a cabalidad con todas las características del romanticismo literario, muy en boga en la época. Los escritores románticos, ante la sobriedad del neoclasicismo y los embates reduccionistas de la ciencia, tomaron como bandera el fatalismo y el nacionalismo, es decir, proponían que respecto al hombre y al mundo había cuestiones inexplicables, fuera de la razón, por lo que no había mucho que hacer ante ello, y que los valores autóctonos eran de mayor valía que aquellos propuestos por el cosmopolitismo ilustrado. ¿Será que la literatura de la época influyó en las débiles mentes de los jóvenes mexicanos del siglo XIX? Puede ser –a raíz de la publicación del Werther de Goethe se desató una ola de suicidios juveniles en toda Europa debido el trato heroico que el maestro alemán le daba al hecho de morir por propia mano–. ¿Será que el romanticismo literario dio forma y tono al lenguaje de diversos historiadores que posteriormente abordarían este evento y otros más? Creo que sí. Es un proceso de reconstrucción, dice la Historia, es más bien reinvención, decimos.

Los mexicanos son unos románticos empedernidos, enamoradizos, fatalistas, dramáticos –y ya ve, estimado lector, que no es culpa nada más de las madres sino también de la educación escolar, entre otros–, por lo que si usted desea adoptar un mexicano, es menester que siga los siguientes pasos para que su mexicano, una vez que lo adopte, logre un suicidio de héroe, aunque sea infantil.

Primer paso: asegúrese de que su mexicano siempre tenga a la mano todas las herramientas necesarias para un suicidio de pinceladas romanticistas y de alcances históricos. Nada de muertes rápidas y limpias, la agonía debe ser larga, entre más desorden y embarradero de fluidos corporales, mejor. Unas poco de gore turbador no viene mal, hay que actualizar los géneros literarios decimonónicos con unas salpicaduras de cultura pop y escatológica. Nada de katanas japonesas o navajas de barbero de improbable filo hollywoodense, bastarán un par de rastrillos desechables usados o un machete oxidado y mellado de vendedor de cocos que consiga en algún mercadillo de segunda mano.

Segundo paso: nada de notas explicativas, de arrepentimiento, llenas de culpas, mala ortografía y despedidas cursis. Entrene a su mexicano en el dudoso arte del cadavre esquis, que arme un collage con frases tomadas aleatoriamente de la Biblia y de canciones de Caifanes. No importa el mal gusto y el pésimo estilo, el neobarroquismo mameluco e infumable generará una perenne acción y confusión post mórtem en hermeneutas de ojos cándidos, lo que traerá a largo plazo la creación de una leyenda eterna.

Tercer paso: desaparezca el whisky, el tequila y cualquier otro aguardiente que despierte el ánimo de parranda y suscite la borrachera melodramática, recuerde que está construyendo un mito histórico y el objetivo es que su mexicano termine sobre un digno charco de sangre, no sobre uno patético de lágrimas y vómito.

Preguntas frecuentes: ¿el mexicano es un niño? Sí. ¿El mexicano es un niño héroe? No. ¿El mexicano es un niño héroe suicida? Depende.

 

jcarlos_ags@yahoo.com

 

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