Quiero contarles una historia, una que sucedió hace poco, aquí en la ciudad de Aguascalientes.
Todo comienza una noche de sábado, las jovencitas se preparaban para salir de fiesta, sobre todo una llamada Alondra, tenía sólo dieciocho años, pero su forma de ser, confundía, parecía más grande. Su maquillaje, acentuaba sus negras cejas dándole un toque de dramatismo a su rostro, sus labios rojos, los tacones que apenas le permitían caminar, su ropa entallada, parecían gritar su desesperación por comerse la vida.
–Hija, no salgas hoy, mi abuelo decía que la luna llena atraía las malas energías, las malas vibras.
–Tú me lo prometiste, tú me dijiste que podría salir. Además, yo no creo en eso de las energías ¡Por favor!
–Escucha cómo sopla el viento, es como para prevenir…
–¿Madre hace cuanto vives aquí? ¡Olvídate de esos mitos!
–En Oaxaca nos enseñaban a respetar estos días, a honrar a nuestros muertos. Ellos vienen a vernos y de paso a llevarse a alguien que les hace falta.
–Yo todavía no les hago falta -sonriendo a carcajadas-. Los muertos que se queden donde están, que muertos están.
–Los vivos a vivir, madre, a vivir -remarcando más el color de sus labios.
La madre suspiraba cansada, estaba enferma y su viudez le hacía meditar sobre lo difícil que era la vida, sin alegrías, sin ilusiones; quizá por eso accedía a dar permisos continuos a su hija, entendía que eso no era la felicidad, pero le agradaba verla sonreír.
Tocaron la puerta, eran cinco jóvenes de la misma edad que Alondra, todas hablaban al mismo tiempo, parecían no percibir la presencia de la madre. Alondra tomó su bolsa y se marchó a toda prisa con la esperada compañía, sin despedirse de ella.
Llegaron a la fiesta, era una casona antigua, ubicada en la Calle Carranza, al centro de la ciudad, olía a humedad, a viejo, sin embargo, todos los detalles góticos la envolvían en un aire de resurrección.
Las jovencitas se ambientaron inmediatamente, comenzaron a bailar solas, una de ellas sacó una botellita de su bolsa, era alcohol, lo había robado de la cantina de su padre. Sus amigas ponían sus vasos para la porción correspondiente.
Alondra después de dos horas, se sentó en uno de esos grandes sillones de terciopelo rojo, exhausta, pero feliz. En ese momento, se dio cuenta que su teléfono sonaba constantemente.
Con fastidio, contestó… era su madre.
–Hija, ¿a qué hora regresas? -tosiendo constantemente-.
–Está empezando lo bueno. Te escuchas mal, ¿cómo te sientes?
–Muy mal, hija, ojalá puedas regresar pronto y si no, llama a tu tío para que se dé una vuelta por la casa.
Con pereza, le aseguró que lo haría. Quizá fue por el ambiente de ese extraño lugar, la música, que excitaba los sentidos al grado de olvidarse de todo, excepto de uno mismo, de su propio placer, del sinsentido…
Eran las dos de la mañana, la fiesta estaba por terminarse, cuando de pronto, Alondra vio a lo lejos la imagen de una mujer muy parecida a su madre, su caminar cansado, su delgada silueta, su cabello entrecano, esa falda larga con detalles coloridos…
¡Sí! es mi madre, ¿pero ¿qué hace aquí? ¡Qué pena!
Revoloteaban las preguntas y la sorpresa en la cabeza de Alondra, mientras aceleraba el paso hacía ella, como queriendo detenerla, como intentando callarla.
–Hija -con tono angustiado- ¿a qué hora regresas?
Los jóvenes que salían de aquel lugar, no permitieron que madre e hija se acercaran. Alondra le gritó apenada:
–En un ratito más, el papá de mi amiga pasará por nosotros, quién te trajo, por qué no esperaste en casa, cómo supiste que estábamos aquí…
Eso último pareció perderse, irse con el viento que en ese momento se sentía frío, demasiado helado, tanto que Alondra frotó sus brazos con las manos.
–Hija cuídate, pórtate bien.
Alondra no la buscó, se conformó con saber que se quedaría otro rato más con sus amigas.
Alondra llegó a su casa a las tres de la mañana, trató de no hacer ruido, si su mamá la recibía, se daría cuenta de su olor y entonces sí que habría problemas, además estaría molesta porque no regresó con ella.
Le llamó la atención ver la puerta entreabierta del cuarto de su madre, en ese momento recordó que ella se sentía mal, además y lo más extraño, porqué salió a buscarla tan tarde, seguramente fue aconsejada por el metiche de su tío Sergio, sin embargo, su cansancio y su desinterés fueron más grandes.
“Mañana averiguas cómo sigue tu madre”, se dijo para sí.
A la mañana siguiente el sol de mediodía, pegó en su cara y se despertó extrañada, su madre tenía la costumbre de llevarle jugo y ponerlo en su buró.
Un miedo la recorrió de arriba abajo, acaso su madre seguiría enferma.
La escena era muy triste, su madre yacía pálida, sus profundas ojeras más acentuadas y en su mano el teléfono, el registro de la llamada 22:05 horas -todo se aclaraba-.
Su madre muerta se había ido a despedir de su hija, le había hecho la última petición:
“Pórtate bien” -frase que retumbaba en la cabeza de Alondra y que la hacía perder poco a poco el contacto con la realidad-.
Cuenta la historia, que ahora se ve a la mamá de Alondra buscándola noche tras noche de luna llena, en cada antro, en cada fiesta, en donde existen hijos que se olvidan de sus padres viejos y enfermos, por vivir una noche de fiesta en la calle Carranza. De Alondra, cuentan, que vaga por las calles con un teléfono diciendo: Ya voy, mamita, espérame.




