Luis Cortés
Mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama el agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
“Amor constante más allá de la muerte”, Francisco de Quevedo
Conduciendo hacia el norte de Roseau en Dominica, siguiendo siempre la carretera al borde de la costa, el visitante se encontrará en el distrito de Saint Paul. Apenas dejando atrás el pueblo de Canefield, una señal en el camino sorprende al viajante: Bienvenido a Masacre.
Se requiere más de un par de preguntas a los locales para obtener una parca explicación sobre el origen de tal nombre. La mayoría de los isleños no recuerda la causa, o finge ignorarla, o simplemente no le importa. Una investigación un poco más profunda arrojará más detalles: el poblado al que se ha entrado fue llamado así debido a la matanza que allí tuvo lugar en 1674, cuando dos medios hermanos, Thomas Carib Warner, liderando a los indios kalinagos de Dominica, y Phillip Warner, defendiendo los intereses del imperio británico, se disputaron el control de la isla con funestos resultados para los locales y para el propio Carib Warner, asesinado mediante engaños por su medio hermano. Los franceses, tercer bando en discordia en esta historia, decidieron bautizar así tal localidad para conmemorar a los ahí caídos y, sobre todo, para afectar la reputación de sus adversarios ingleses.
Si bien la historia es peculiar, aún más peculiar es el remate de los lugareños al contarla: “pero ya nadie la llama así”, explican. Entre ellos siempre se refieren a ese poblado como simplemente: Masak. Es más corto y fácil, dicen. Además ese otro nombre, concluyen con algo de innegable razón, no es como para estarlo recordando.
Los lugares donde se condensan las desgracias humanas tienen sus propios métodos para atraerte, por más que los evites. Ocurre con Auschwitz en Polonia, la isla de Gorée en Senegal, el Memorial de Kigali en Ruanda. Una vez que se les enfrenta, uno descubre el verdadero sentido tras su construcción: las visitas masivas a estos sitios de lamentos se mueven menos por el morbo, que por un deseo de fijar en la memoria los hechos que llevaron a erigirlos. Ante tales símbolos nos obligamos a tomar conciencia de que el olvido equivale a permitir que esos actos se repitan en el futuro. Los habitantes del país de las barras, las estrellas y las quarterpounder saben esto bien y tienen además un gran respeto por sus caídos, cualesquiera que sean las circunstancias en que los hayan perdido. Al menos cinco de sus casi treinta national memorials están dedicados a sus víctimas.
El 9/11 Memorial construido en Nueva York, es el más emotivo y complicado de estos monumentos: cerca de 3 mil nombres que llenan los casi 80 paneles de bronce que rodean las dos fuentes que ahora ocupan el lugar donde estaban las Torres Gemelas. Los nombres están ordenados tomando en cuenta las relaciones que los fallecidos tenían entre ellos. Quienes trabajaban en la misma compañía, aparecen en la misma sección. Los bomberos y policías caídos, en sus respectivas secciones. Pero cada nombre queda cerca de sus amigos cercanos, parejas o hasta familiares. Es un emotivo (y arduo) intento de honrar no sólo al que se ha ido, sino de tratar de capturar el espacio, no sólo físico, que ocupaba antes de que el atentado terminara con todo eso. El monumento ayuda entonces a fijar a la par en el recuerdo a las personas que murieron (en su dimensión individual y colectiva) y al acto brutal que causó tales pérdidas. Recordarlo es ciertamente doloroso, pero nadie parece estár dispuesto a siquiera considerar la opción de minimizarlo o entregarlo al olvido.
Pareciera entonces que hay dos actitudes a seguir ante actos que perturban de tal forma el tejido social de un pueblo. Por un lado, la lenta disolución del hecho en el imaginario, dejar que la herida sane a fuerza del tiempo, eventualmente trivializar el hecho y esperar que no vuelva a ocurrir un evento de la misma naturaleza. La otra opción contempla integrar el evento al imaginario, honrar a la víctima, reflexionar sobre el acto y esperar que la presencia constante de aquellos hechos en nuestras vidas ayude a evitar su repetición.
Un gobierno de transición presenta, entre otras, la oportunidad perfecta para dar golpes de timón, cambios de ruta que permitan enmendar la plana en aquellos puntos donde la administración anterior haya tenido un peor desempeño. Enrique Peña Nieto, a través del coordinador de su equipo de tersa transición, anunció el pasado 5 de agosto, la voluntad de mantener (tal y como adelantó en campaña) el Ejército Mexicano en las calles para combatir al crimen organizado. No adelantan más en su estrategia contra el crimen, declinan hablar sobre capturas de capos específicos, o sobre acciones laterales que ayuden en la reducción de ilícitos. Argumentan que primero necesitan recibir el diagnóstico en esta materia del gobierno saliente; ya entonces podrán sentarse a discutir, planear y buscar alternativas.
Esto comprueba lo que muchos notamos durante el proceso electoral: los candidatos y sus equipos no contaban con una idea clara de lo que tiene que hacerse en los campos más importantes de la agenda del país. Pero sobre todo, la decisión de mantener el Ejército en las calles sin un cambio claro en la estrategia contra el narco, adelanta que para este nuevo gobierno las decenas de miles de muertes ocurridas durante el sexenio anterior no merecen siquiera un ejercicio de reflexión, ni un cambio de ruta, ni un acto de luto por parte de sus gobernantes. La conmemoración que este nuevo gobierno va a consagrar a todos esos nombres, amigos, hermanos, hijos, esposos, padres, será… agregar más nombres a la lista, al menos en lo que encuentran una estrategia más conveniente sobre la marcha.
¿A quién corresponde entonces la tarea de fijar en la memoria colectiva el horror de estos hechos para evitar que se repitan o, peor aún, se mantengan? Felipe Calderón no cedió un ápice en su orgullo para brindar apenas algunas líneas a estas muertes en su último informe. Peña Nieto, apenas tome el cargo optará por el pase de página, iniciando lo que parece ser su propia cruzada, sin detenerse a considerar las bajas pasadas.
Con esta triste tendencia, el ya infame sexenio de los 60 mil muertos (eso si no suben a 120 mil en los siguientes seis años), tan doloroso ahora, con el paso del tiempo puede llegar a ser conocido como el “sexenio de los muertos”, o ya en aras de la brevedad tal vez habremos de nombrarlo “Sesenmimú”, que es más corto y más fácil, dicen. Además –rematarán los que vienen, con triste resignación– algo así no es como para estarlo recordando.
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