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viernes, diciembre 5, 2025

Las habitaciones de esta casa que es Sofía

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Cuando a un narrador le piden que presente un libro de poesía es porque alguien lo quiere meter en camisa de once varas, porque perdió o ganó un volado (según sea el caso), o porque el autor le guarda un particular afecto. Quiero creer que en este caso en particular se conjugaron las tres condiciones.

De tener suerte, usted debería ser amigo de Sofía. Pero no necesita ser amigo de Sofía para abrigarse en la belleza desnuda de sus versos. No necesita tomarse cientos de cafés con ella, en igual número de tardes, para apreciar el destello descarado de esas horas que ustedes y yo hemos tenido en algún momento de nuestras vidas: las tardes salvajes en las que trazamos ciudades nuevas a fuerza de caminar distintos las calles de siempre; las noches alquímicas en las que, entre sorbo y sorbo, nos auguramos destinos de felicidad implacable. Leerla es entender que algunos de los textos de Sofía parecen empeñarse en replicar el resquicio último del antiguo poder de los grillos: convocar la noche con su canto.

Esta es de nuevo una presentación entre buenos amigos, y como ya dije en otra ocasión, en las conversaciones entre amigos es muy difícil no coincidir en ciertos temas y no repetir ciertas ideas. Sabiendo eso me resigno a que esta tarde estará poblada de más de una alegoría a la construcción, a la arquitectura y al hogar. Pido desde ya una disculpa y me lanzo de cabeza ante el riesgo de aburrirlos con la repetición.

Al tomar este nuevo libro de Sofía entre las manos, sus lectores, congregados a su alrededor en el acto de la lectura, le insinuamos al principio con la mirada que no se promete una hora exacta para lo increíble. Ella, tranquila en el zaguán de lo que construyó, nos pide calma con un movimiento tranquilo de su mano. Sofía es una arquitecta diligente, y hace de su poesía la casa en la que nos recibirá, al menos momentáneamente, durante el tiempo sin medida que dura este libro, y lo hace sin escatimar cuidado ni detalles: preparó la casa, antes que nada, para ella, por ella. Hizo de las paredes un refugio, de las habitaciones un hogar, ordenó el espacio para que nada le fuera ajeno, y a la vez, para que nada impidiera nuestra llegada. Ella, en medio de ese universo, mamá en el trono de la sala, gobierna ese tiempo en pausa. Entonces, anfitriona experta, comienza a compartir con nosotros los decorados de ese hogar: las aves que llenan cada parte de este libro, el mar insistentemente lejano, los insectos y las plantas, esas plantas ante las que exhibe resignada su impotencia y su gratitud, las flores y los jardines que no puede evitar envidiarle un poco a Emily Dickinson. Con el paso lento de quien está cómoda en sus pasillos y galerías nos sigue mostrando las risas y los rostros, las dudas y las causas, las certezas y los días, los nombres y las pausas.

Y es aquí donde radica la belleza enorme de las letras de Sofía: en contener su incesante, gigantesca capacidad de asombro y su sincera vocación hacia la ternura, que parece no tener fin. Como si supiera que la fealdad, querámoslo o no, nos acecha desde hace tiempo, ella se concentra en la belleza cotidiana de la familia y de la amistad (que me gusta pensar que son dos palabras para describir lo mismo), en los hermosos detalles del devenir urbano y doméstico, en las preguntas de los niños y en los miedos de los adultos.

Cada habitación de esta casa que es Sofía, es un lugar hermoso, pero puestos a elegir, el último poemario de este libro, “Inquilinos transitorios” es el sitio al que siempre termino por regresar en este edificio. Como a ese cuarto en la casa de mis tías abuelas, al que no se podía entrar, pero que siempre ignorábamos la advertencia, pues sabíamos que estaba lleno de objetos desconocidos, hermosos y, bajo cierta luz, dolorosos.

Varios de los aquí presentes, conocemos del gusto de Sofía por Francisco Hernández, y para mí es fácil imaginarla leyendo los siguientes versos:

“Quitar la carne, toda, 

hasta que el verso quede

con la sonora oscuridad del hueso.

Y al hueso desbastarlo, pulirlo, aguzarlo

hasta que se convierta en aguja tan fina,

que atraviese la lengua sin dolencia

aunque la sangre obstruya la garganta.”

A partir de ahí, imaginarle siguiendo este poema como instructivo, afinando sus agujas, dispuesta a sofocarnos en la sangre de nuestro asombro sólo para aliviarnos con el manto de esa complicidad tendida a cada línea. En toda la indefensión que me da mi condición de padre y de hijo, son en estos poemas de Sofía los que más me duelen y cautivan.

Es por eso, que en esta parte del libro es en la que mejor me doy cuenta de que ser dueña de esta casa es también sino de impotencia, de pequeñeces propias, del pasmo ante lo que intentamos poseer mientras se nos volviendo perfectamente ajeno. Y en la relectura, creo encontrar un código oculto que apela a algo que ahora tengo muy presente en esta parte de mi vida. Tengo claro que esto puede ser válido sólo para mí, pero esa es justo la belleza que detentan algunas obras: ofrecer múltiples señales a igual número de escuchas. Así, aquí y allá, entre sus páginas, creo vislumbrar que este es un libro en el que Sofía ensaya despedidas: propias, ajenas, comunes, parciales, totales. Habla de ausencias y de existencias que dicen adiós sin dar la espalda. Sofía, en muchos de estos poemas se despide como los marineros en sus barcas, dando la espalda al mar que los acoge mientras sostienen la mirada de lo que van dejando atrás, lenta, inexorablemente.

La paradoja final a la que se enfrenta el torpe lector que soy, es la forma en la que este libro me deja a medio camino entre las infinitas posibilidades de la poesía y las enormes limitantes de la misma. Y digo esto porque sé que, si tienes suerte, Sofía Ramírez te abrirá las puertas de su casa; si te sonríe la buena ventura, ella te abrirá además las puertas de su biblioteca; pero si eres en verdad afortunado, Sofía te abrirá las puertas de su familia, y la dicha que eso encierra no la puedo acomodar en las líneas del mejor poema.

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