Hoy en día no hay excusa para ser inculto, se cree, se asegura, se proclama. Internet aloja (gratis) las obras fundamentales de la literatura, la pintura, la música, el cine. Casi ya no hay nada de la cultura occidental a lo que no podamos acceder. No sólo podemos conocer lo que ya se ha hecho, sino lo que se sigue haciendo, publicando, creando día a día, en todas partes del mundo, en cada idioma que existe y del que se tenga registro. Hoy en día podemos saberlo todo y, oh paradoja, no podemos.
Así, ignorando nuestra propia capacidad cognitiva, pensamos que estamos hasta obligados a saberlo todo. No faltarán quienes nos digan que ahí está todo Shakespeare esperándonos. Y Dante, Homero, Platón, San Agustín, El Corán; también Lope de Vega, Dostoievski, Proust, Faulkner, Cortázar. Que ahí está el cálculo integral, las lenguas semíticas, la mitología escandinava, la metafísica, los reyes del antiguo Egipto, las intrigas de Roma, la atroz Inquisición; la física cuántica, la econometría, las artes, el diseño, la navegación, el psicoanálisis, la astrología; y que ahí siguen los portentos de Da Vinci, de Tchaikovsky, de Kubrick, de Pink Floyd.
En algún momento la erudición se volvió un fetiche intelectual y una finalidad en sí misma, más que una consecuencia accidental del gusto por la lectura y el estudio. En algún momento olvidamos a Sócrates. Ese momento es ahora, que nos preceden por lo menos tres milenios de cultura occidental, y contando. Hemos generado tanta cultura que cualquier intento por asimilarla toda resulta inútil; cualquier logro, infinitesimal; cualquier alarde, vano.
Tanta cultura ha generado en nosotros dos posturas igualmente negativas y polarizadas: tanto la hiperespecialización como el culto a la supraerudición. Ya he señalado en otro momento y en otros textos a la primera; ahora toca escribir sobre la otra. Yo, a quien siempre han seducido los puntos medios, abogaré por lo siguiente: intentar ser cultos por gusto, no por obligación; no saber todo, sino lo que es todo para nosotros; entender que hay mundo más allá de los temas (así en plural, porque como escribiera Robert A. Heinlein, “Specialization is for insects”) que nos apasionan, pero que tenemos derecho a decir “hasta aquí me interesa saber, leer y estudiar, por ahora”; reconocer que el aprendizaje, la obra, el pensamiento, no se agotan y que los intereses cambian; aceptar todo esto como un reto, y de ser posible hacerlo con entusiasmo.
Una vez que comprendamos y admitamos que no todos podemos ni queremos y ni tenemos por qué ser un Leibniz o un Swedenborg, podremos entender también que aunque todo ya está disponible no significa que debemos cumplir con semejante hazaña.
No soy el único que esgrime estos desvaríos incómodos y a la vez conformistas, si se quiere ver. Al menos en el terreno de la literatura, Juan Domingo Argüelles, un apasionado defensor de la lectura y la no lectura, ha mencionado en una entrevista más o menos reciente (Quehacer editorial 7, febrero de 2010): “No hay ni 10 ni 20 ni 50 ni cien ni mil lecturas imprescindibles que sean tales para todos y cada uno de los lectores. Además nunca agotaremos, ni siquiera en la vida más longeva, esos libros supuestamente imprescindibles, según el canon del señor Harold Bloom o según los cánones académicos, muchos de ellos tan dados al género aburrido”. […] “Que un libro sea importante para el desarrollo de la historia de la literatura no lo hace fundamental e imprescindible para que todo el mundo tenga que despachárselo para luego continuar con otro de parecida estirpe. En realidad, los grandes libros, las obras maestras de la literatura clásica, ni siquiera resultan siempre las mejores para iniciarnos en la lectura. Las leemos y las amamos cuando hemos pasado por una serie de lecturas, muchas veces triviales, que, sin embargo, pese a su carácter trivial, nos prepararon para llegar a esas otras obras ‘inmortales’”.
Argüelles tiene razón, se es libre de leer o no, qué leer y cuánto, al punto de que hay un momento en la vida de todo lector en que debe tomar una serie de difíciles decisiones: leer a los clásicos antiguos o de la edad media, a los modernos o a los posmodernos, leer lo que se ha escrito en nuestro idioma o en otros, en traducciones o en la lengua original; a los consagrados o a los incipientes contemporáneos, la literatura o la no literatura; los libros que nos interesan hoy o los que nos interesaron ayer, los que recién compramos o los que adquirimos desde hace años sin siquiera hojearlos, los que no hemos leído nunca o los que queremos releer: enfocar nuestra atención o extraviarnos en Babel.
La incultura general es inevitable, no la padecemos, la vivimos; en función de ella decidimos qué tan incultos queremos ser, en qué vamos a ser ignorantes y en qué no, y hasta en qué grado, pero solamente. Inexorablemente.
De cualquier forma, como bien dice José Saramago en el documental Ventana del alma: “Imaginemos que reciba en mi casa 500 periódicos, todos los días. Si hiciera una cosa de ésas, la gente me creería loco. ¿Cómo puedo leer 500 periódicos todos los días? ¿Y qué conclusión saco de la lectura de 500 periódicos todos los días? Claro, es imposible, no tengo tiempo para eso. Y no sacaría ningún provecho si recibiese 500 periódicos por día. Creo que es la misma cosa con todo lo que tenemos en exceso hoy en día. Tenemos muchas cosas en exceso hoy. Y lo único que no tenemos suficiente es tiempo. Algunos tenemos todo en exceso. Y tener todo en exceso significa no tener nada”.
Vale la misma pregunta para nosotros, ¿qué provecho sacaríamos de leer todos los libros, ver todo el cine, escuchar toda la música, conocer todo el arte, entender todas las ciencias?, ¿de saberlo todo si pudiéramos? En ese caso, la incultura, esa poca cultura en continuo aprendizaje y devenir, vale más que una entelequia utópica equivalente a nada.
http://laescribania.wordpress.com/




