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viernes, diciembre 5, 2025

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Leer a Shakespeare en la cama es como hacer el amor, también en la cama, con la vida

(Luis Alberto de Cuenca)

Nothing is but what is not

(W. S.)

 

3 de abril de 1616. Gracias a la tardanza de Inglaterra en adaptar el calendario juliano se dio una de esas circunstancias que solo Borges podía haber inventado: la muerte de dos de los más grandes (si no los más grandes) de dos lenguas, Miguel de Cervantes y William Shakespeare. De ellos es el día del libro.

“No desperdiciar ni una sola palabra”, dijo una famosa (y hermosa) actriz, “ni una sola. Ese es el mérito shakesperiano”. Y, tal vez, ese sea el gran mérito por el que conviene volver a él. En estos tiempos de palabrería inútil, de cháchara vacía, William Shakespeare devuelve a todo el que se acerca a su obra un lenguaje al que ni las más pésimas traducciones, y hay muchas, logran quitar fuerza. ¿Y dónde radica esa fuerza del lenguaje? ¿Qué lo hace tan eterno, tan, citando el título de uno de los miles y miles de libros dedicados a él, contemporáneo nuestro? En sus personajes que jamás dan la impresión de ser criaturas de tinta negra sino reales, como comenta un autor “más reales incluso que nosotros”, en la realidad de sus historias que, aunque no se hayan leído, son referentes culturales, realidad adaptable a cualquier circunstancia, sea el Japón medieval de Ran o el submundo gay de My own private Idaho. Y, sobre todo, la sabiduría y la verdad.

Una sabiduría y una verdad que se prodigan en momentos y frases que para ser explicados, y nunca totalmente, necesitan páginas y más páginas de glosas pero que en la lectura, en una buena representación, se concentran repletas de significado y humanidad, una patria común que, ¿quién si no?, el propio dramaturgo resume genialmente en un simple frase de El Mercader de Venecia: “¿si me pinchan, no sangro?”.

  Shakespeare, como todos los grandes y él es grande entre los grandes, gana siempre: en el descubrimiento primero y en la relectura. Entre sus obras siempre debe ser una opción personal la favorita, el personaje que se ama o sirve de guía, pero, sea cual sea la elección, hay ciertas a las que, afinidad electiva, se acerca uno con más frecuencia, hay ciertas que destacan sobre las otras. Y una de ellas es El Rey Lear, obra que acerca como ninguna otra al amor profundo y al silencio, a la rabia contra el hecho mismo de la creación y a la locura ante el abismo incomprensible que es el mundo, resumido perfectamente en una frase, shakespiriana claro, que ya se ha convertido, además de en el título de una obra de William Faulkner, en un lugar común: “la vida no se sino un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y furia y que nada significa”.

El Rey Lear está repleta, desde la primera escena, de momentos de una belleza espeluznante, aterradora en su sinceridad, desde que Cordelia no puede llevar el corazón hasta la boca y calla porque ama a su padre, tras el exagerado y blablesco discurso de sus hermanas, como debe “ni más ni menos” hasta esa muerte en que Lear, agonizante, reclama “¿Por qué han de tener vida un perro, un caballo, una rata y tu no respirar? ¡Tú que no volverás nunca, nunca, nunca, nunca, nunca!”. Y probablemente, uno de los momentos de más conmovedora tristeza jamás escritos, jamás pronunciados sobre la escena: “Si queréis llorar, tomad mis ojos”.

Todo es lo que se puede decir sobre el gran dramaturgo inglés y aún así la sensación es siempre de que algo falta, de que en el descubrimiento o en la relectura aparecerá algo nuevo, de que siempre hay algo que nos supera. O, como acertadamente lo resume el viajo anciano sabio Harold Bloom, “¿Por qué Shakespeare? ¿Acaso hay otro?”.

Adiós, Ballard (1930-2009)

“Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento. Creo en el dolor. Creo en la desesperanza. Creo en todos los niños. Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos. Creo en todas las excusas. Creo en todas las razones. Creo en todas las alucinaciones. Creo en toda la rabia. Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías y evasiones. Creo en el misterio y la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz”.

 

Banda sonora

I wish I had a Sylvia Plath / Busted tooth and a smile / And cigarette ashes in her drink / The kind that goes out and then sleeps for a week / The kind that goes out on her / To give me a reason, for well, I dunno (“Sylvia Plath”, Ryan Adams).

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