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viernes, diciembre 5, 2025

Días de guardar

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Miraba alrededor de mí y el templo estaba empachado de gente que acudía, yo no entendía a qué. El calor humano se levantaba en un molino de colores y olores, unos de flores, otros de sobacos a las 8 de la noche. Acudía a misa cada 15 de agosto a una seña de mamá y un gruñido de papá: -Ándale, vete a misa porque te estás haciendo muy desentendido y hoy es día de la Virgen de la Asunción y obliga la misa- Eso bastaba para que un niño, obediente como yo, pisara cayos y salpicara mi cabeza como badajo entre las caderas de los adultos en un día de celebración religiosa.

Desde la entrada al templo me sentía empequeñecido por la enorme boca que me representaba el interior de la catedral. Una vez inmerso en las fauces más iluminadas que los juegos de una feria, el incienso me transportaba a un estado de éxtasis y extrañamiento, a una dimensión donde ya no valía mi voluntad, mi mente se cuajaba con las percepciones del entorno que me tenía en su útero mágico. Yo seguía mi procesión personal hasta la parte delantera del templo y en el camino era vigilado por estatuas mudas, de ojos grandes y facciones finas que nunca reflejaban dolor aunque el castigo los desnudara hasta los huesos, sólo una tristeza profunda que contrastaba con sus grandes chapas rosadas y su piel de niño. Creo que entendí que tenía que ser una persona triste y llorosa para convertirme en un hombre bueno, veía los rostros de las personas a mi alrededor y ratificaba mi creencia; en tanto, las risitas y murmullos de los novios amorosos me parecían una dislocación del sentimiento de tristeza y duro silencio religioso.

De niño hice que mi religión fuera un juego de rituales donde tenía que sentir o al menos aparentar ensimismamiento, concentración, tristeza y la mudez que me daba repetir las frases que nunca entendía. Aprendí a no columpiar mis pies mientras estaba sentado, a no mirar demasiado las estatuas de razas europeas en el Medio Oriente que estaban cerca de mí porque se asomaba un dejo de sospecha que no querían que yo descubriera; también  aprendí a bajar un poco la cabeza y mirar sólo de reojo hacia los lados, a ocultar alegría cuando la misa había terminado, a fijar la vista en el sacerdote mientras daba su homilía y pensar al mismo tiempo en la camisa amarillo huevo que me guiñó un ojo en el aparador de la tienda de ropa. Soporté que mamá me regañara cuando yo me ponía alegre un vestido y una peluca, aun cuando la santería del templo lucía con naturalidad sus vestidos largos y ropones, aunque reconozco que no usaban pintalabios como yo.

La verdad nunca comprendí, ni después de diez dolorosas jaladas de patilla, por qué festinábamos a nuestro dios padre en la comunión, en cuerpo y sangre ¡Nos lo comíamos! ¿Se trataba de un perdón de los grupos prehispánicos que sacrificaban humanos para sus dioses? ¿Por qué la regañona señorita catequista no incluía Tótem y Tabú de Freud en las lecturas para los aprendices de la religión católica? Tampoco supe como llegábamos a leer y escuchar la correspondencia privada entre personas desconocidas con tantas epístolas que iban y venían inagotables. La única manzana que tenía sentido para mí era la de la bruja de Blanca Nieves, consciente y voluntariamente envenenada para causar cierto embrujo en la princesa; entonces , ¿qué era eso de que no toquen los frutos del árbol de la sabiduría, del árbol prohibido? Me sentía como Minotauro en su laberinto, como una vaca cuando le explican que la tauromaquia es un arte y que el toro de lidia no existiría si no existiría la pachanga del toreo, como igual no existirían los libros si nadie los escribiera ¿verdad?

Ya en mi adolescencia los favores divinos y mis pecados podían canjearse y la religión tenía un sentido más de toma y daca. Por ejemplo, podía prometer al santo de la compasión en turno que papá nunca se enterara de que tomé cincuenta pesos de su bolsillo y montara en cólera mayor que dios con Sodoma, a cambio yo le trapería el largo pasillo a mamá, misma que agradecería el gesto y no se animaba a expresar su sospecha. Así las cosas, mucho mejor. Pecados indecibles eran motivo de otra serie de arreglos y convenios más indecibles. Creo que ahora al menos me siento derechito, con la espalda pegada al respaldo del asiento y con los hombros hacia atrás, al menos.

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