El pasado jueves 20 de agosto tuve la oportunidad de participar en la presentación del libro 2006 ¿Fraude electoral? de la autoría de Jorge Alberto López Gallardo, experto en temas relacionados con la física nuclear, y cuyo centro de investigación y docencia es la Universidad de Texas, en El Paso. Por la amable invitación de Andrés Reyes, y junto con el Dr. Daniel Gutiérrez Castorena, decano del Centro de Ciencias Sociales y Humanidades de la UAA, así como del maestro Enrique Rodríguez Varela, pude entregar la impresión que la lectura que el texto de López Gallardo nos deja. Lo siguiente es parte de lo que señalé:
Existe una obra clásica que inaugura la moderna teoría de los partidos políticos en las democracias occidentales, y que fue publicada en su edición original en inglés en 1902. En ella Moisei Ostrogorski comienza su redacción con las siguientes palabras:
“El papel del individuo dentro del Estado se reduce a muy poca cosa: no ejerce sino un simulacro de soberanía a la que se le rinde pleitesía hipócritamente. El individuo no tiene, en verdad, poder alguno sobre la elección de quienes gobiernan en su nombre y por su autoridad… La gran masa de la sociedad soporta ese yugo con indiferencia o pasividad, como en aquellos tiempos en los que, bajo pena de ser declarado en rebeldía, le estaba prohibido preocuparse de los asuntos públicos”.
¿Existe alguna diferencia entre las anteriores afirmaciones y lo que nos muestra López Gallardo en su libro, a partir de la revisión de parte de lo sucedido en 2006 en nuestro país? La respuesta obvia es: ninguna. Pero tal aseveración deviene de argumento a evidencia a través de la revisión de las cifras electorales de 2006 convertidas en datos. Esa es la virtud inicial del texto. No es un compendio simple de filias o fobias partidistas. López Gallardo no es un sujeto interesado en apoyar ideológicamente a ninguno de los personajes involucrados en los hechos ni en su carrera académica se destaca como beneficiario de algo que el libro le pudiera redituar en forma de compensaciones. De hecho es académico de una universidad extranjera, pero sobre todo, está dedicado a la investigación de fenómenos observables por las ciencias exactas, particularmente en el área de física y energía nuclear.
Lo anterior, no obstante, es sólo la virtud inicial. Libro en partes íntimo si se observa, en el que encontramos guiños a iniciados en el ejercicio que a partir de aquella jornada electoral dio origen a un grupo que se nombraron “anomaleros”, -aquellos buscadores de las anomalías en el conteo de votos-, la principal aportación del texto reside en la bofetada con guante blanco que desde las ciencias exactas se propina a las ciencias sociales, en particular a la ciencia política.
Al menos desde la creación del Instituto Federal Electoral a inicios de la década de los noventa, la sociología política dio por un hecho que se había llegado a niveles aceptables de confianza, y que por lo tanto las cifras, las estadísticas que proporcionaban las estructuras encargadas de la administración electoral eran un insumo de calidad para la realización de investigaciones al respecto. Lo grave vino después, cuando la aceptabilidad de las cifras para construir datos se convirtió en un consenso del cual se derivó la elevación a los altares de las estructuras que proclamamos autónomas debido a la supuesta ciudadanización, a la ausencia de compromisos evidentes entre sus miembros y el Estado o los partidos.
Este consenso construyó una nueva iglesia, no de corte religioso, pero por supuesto con ritos y dogmas de fe. El rito ceremonial se cumplió y llegó a ser más relevante que las navidades y la llegada del nuevo siglo en el año 2000 con la celebrada alternancia partidista en el poder ejecutivo. El dogma era la alardeada “transición a la democracia en México” como parte de la llamada oleada democratizadora, sostenida principalmente por la infalibilidad de las instituciones electorales, mismas que mantienen hasta la fecha una estructura de ministros de culto en todo el país, en el que la cabeza han sido los cardenales del consejo general, los arzobispos los vocales de las juntas locales, los obispos de las juntas distritales y el ejército de sacerdotes a los que se les denominó consejeros ciudadanos.
Lo evidente es que se proclamaron verdades absolutas tales como que la salida del ejecutivo de la dirección del IFE era un remedio casi mágico, y no se observó que es posible la servidumbre aún sin ligas estructurales directas; que la integración de las mesas directivas de casillas electorales mediante la insaculación de ciudadanos inscritos en el padrón electoral garantizaba un ejercicio de múltiples vigilantes unos de otros, pero se pasó por alto que la propia insaculación puede ser simulada.
Una frase encerraba la perversión del dogma de fe: “Los votos se cuentan y se cuentan bien”.
Ante la oleada de descalificaciones hacia quienes desconfiaron de los resultados oficiales, la mayoría ingresamos a lo que se denominó como la “espiral del silencio” aquel fenómeno que se observa cuando, aún estando racionalmente convencidos de algo sucede o existe, si somos alimentados por la percepción de que vamos en contra de la opinión de una aparente mayoría, callamos nuestro discernimiento y en el extremo nos unimos a lo que se proclama como verdad absoluta.
No obstante, sin embargo, la ciencia política en México está en deuda con esfuerzos tal vez marginales pero impecables en su mérito como el de López Gallardo, ya que en general, incluso los que esperaríamos observarnos como sujetos con espíritu científico hemos ingresado a la espiral del silencio en detrimento de nuestra obligación. Tal vez sea hora de que hiciéramos las preguntas pertinentes: ¿Existe un régimen verdaderamente democrático en México o incluso los procesos electorales de la “transición” forman parte de un sofisticado simulacro de soberanía como el que Ostrogorski observó hace más de cien años?, ¿son en todo caso las instituciones electorales confiables a plenitud o nos conformamos con que lo sean a medias o en todo caso que lo parezcan para tranquilidad de nuestras almas? Más aún y para el caso de las ciencias sociales: ¿Hemos estado trabajando con derivados de este simulacro y desperdiciamos una generación de investigaciones que se pretenden científicas corriendo detrás de un señuelo? El texto de López Gallardo pone el dedo en la llaga, al revisar la manipulación de un proceso cívico que derivó en un gobierno ilegítimo. En 2006, creemos algunos todavía, el fraude estaba ahí desde antes del 2 de julio, porque se volcaron los recursos a favor del candidato panista, porque los medios hicieron lo propio, porque algunos de los involucrados en la manipulación que en el libro se describe, -como es el caso de Diego Hildebrando Zavala, el cuñado de Calderón-, al día de hoy siguen detrás de próximos hechos perversos de vigilancia y manipulación. Recordemos que la propia empresa Hildebrando fue en los últimos años la beneficiaria de los contratos de digitalización de los millones de actas de los registros civiles en gran parte del país, mismas bases de copias digitales que serán la materia prima inicial para la próxima cédula de identidad.
La conspiración, es cierto, forma parte de programas de ciencia ficción. Pero dejémosle de llamar así. Lo que vivimos es la ambición simple de mantenerse en el poder, ambición que no podría desaparecer ni siquiera en los regímenes más puramente democráticos, pero que en el México del siglo XX no encuentra barreras, sino alicientes, ante la impunidad jurídica, histórica e incluso científica a partir de la negligencia de los responsables de la revisión.
El libro de López Gallardo no es un libelo propagandístico. Aún para el más escéptico de la posibilidad fraude, debería ser una llamada de atención ante aquello que no quisimos ver.




