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viernes, diciembre 5, 2025

Vanidad, Trampa Mortal

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Francisco Javier Chávez Santillán

“¡Ah, la vanidad! Es mi pecado favorito”. Parlamento climático que pronuncia “el demonio” (John Milton), personificado por Al Pacino, en el film: El Abogado del Diablo (Taylor Hackford, U.S.A., 1997); refiriéndose a Keanu Reeves, “el abogado” (Kevin Lomax), ‘hijo del diablo’, quien supuestamente ha vencido la tentación de saberse el hombre más poderoso del mundo, quien nunca pierde un juicio, “yo no pierdo”, “nunca pierdo”, “yo gano”. Pero, al fin, sucumbe al pecado, incluso renunciando a convertirse en el padre del anticristo mediante truculento incesto con su hermana; cuando –en súbita vuelta a la realidad- no resiste a la propuesta de acudir a una cita con un reportero famoso (el mismo demonio encubierto), para presentarse en exclusiva, dentro de horario estelar y en cadena nacional.
Para tratarse de un auténtico pecado capital, la primera condición es que la acción respectiva sea realizada en sumo grado; por ejemplo, la gula tiene que rebasar el límite de comer a saciedad, no basta haber satisfecho el apetito, hay que seguir ingiriendo, con fruición, paladeando manjares exquisitos, inalcanzables por su costo (el placer de la gourmandisse), sin importar que ya no tengan cabida en el estómago, que provoquen vómito, duelan, que hagan daño. No importa dañar el aparato digestivo, o que se ponga al borde de la muerte. ¿Recuerda usted aquella vieja película: La Gran Comilona, (‘La Grand Bouffe’, Marco Ferreri, 1973) con un reparto estelar, encabezado por Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Philippe Noiret, Ugo Tognazzi, Andréa Ferreol, Solange Blondeau, Florance Giorgetti, Michèle Alexandre, Monique Chaumette, Henri Piccoli entre otros. Por tanto, el exceso es nota imprescindible para poder pecar de manera capital.
La segunda condición, es que la materia de un pecado capital sea de suyo grave. Lo que significa que el objeto de la acción principal, sea en sí mismo la concreción de algo nefando, algo que transgrede lo sagrado. Es el caso de la soberbia, pero una mediante la cual el pecador actúe sin doblegarse ante nada ni nadie, trátese de quien se trate; asumiendo una actitud de autoafirmación por encima del resto de los mortales e incluso desafiando al poder divino; ser soberbio es pretender ser irreductible, en las palabras y en los hechos, sin asomo alguno de sumisión o de doblegarse. Por ello, la soberbia se atribuye a reyes, autócratas, dictadores, generales, magnates, poderosos hombres de negocios, terratenientes, jueces, gobernantes de todo tipo y nivel, los patroni de la mafia, los capos del narcotráfico, “doctores” de toda rama científica y especialidad, maestros de autoridad incuestionable, líderes sindicales, presidentes ejidales y de cooperativas, “tatas” indígenas, hombres vs mujeres y viceversa, etc., etc.
La tercera condición es el conocimiento pleno de la acción u omisión que se está cometiendo. Ante ello no vale la excusa de que “no me di cuenta”. La razón profunda del pecado reside en el entendimiento que aprehende la naturaleza del acto que se comete, y que ratifica mediante un movimiento explícito de la voluntad, naturalmente motivado por la emoción y/o la pasión correspondiente. La lujuria es un excelente punto de referencia: – queda bien pronto explícito el objeto del deseo, se recorre velozmente el continuum del encuentro humano por la vista, el oído, el olfato, el gusto, el tacto; la sensación transita a la emoción atrayente y seductora, fascinante porque hay misterio y encanto; luego, todos los dispositivos biofísicos, psicológicos, emotivos y mentales disparan la pasión erótica que sintetiza la pulsión de la libido con la posesión del objeto deseado; de concretizarse ésta, surge luego, la inevitable carga sensual que va en crescendo hasta alcanzar la descarga psicomotora total de naturaleza genital sexual. Desde antiguo, “conocer” sexualmente a alguien es poseerlo.
La cuarta condición es el libre asentimiento o consentimiento. En él reside todo el poder de la libertad y soberanía humana. No estamos encadenados, ni esclavizados al pecado, tampoco estamos predeterminados a él. Si somos libres, entonces somos responsables. En esto consiste todo el esplendor de la ética humana. Lo contrario significaría la pérdida de la dignidad del hombre y de la mujer, para modelar su historia y elegir su futuro. Poder pecar, es poder decir a Dios: ¡No! Y, por tanto, es también la esencia de la libertad para decirle: ¡Sí! Y escoger amarle.
Listados en el mismo orden usado por Gregorio I, el Magno (540(?)-604) en el siglo VI y después por Dante Alighieri en la Divina Comedia (c.1308-1321), los Siete Pecados Capitales son: Soberbia, Avaricia, Lujuria, Gula, Pereza, Ira y Envidia. De ellos, están asociados al poder y al dominio: soberbia, avaricia, ira; asociados al placer y el deleite: la gula y la lujuria; asociados al disfrute del no hacer y desear con tristeza al no tener: la pereza y la envidia. Y entonces, ¿por qué no aparece el pecado “favorito” del demonio, que es la vanidad? Se sabe que Santo Tomás de Aquino eliminó de la lista un Octavo Pecado Capital que es la Vanagloria. Y sin embargo, la vanidad se hace lugar en este elenco, como un pecado que atraviesa diagonalmente a los otros siete, y por ello se convierte en el sutil anzuelo que conduce sagazmente a la comisión de cualquiera de ellos. ¿Su importancia?  
Muchos de los grandes males que hoy nos aquejan, aquí tienen su origen, su matriz  englobante y omnipresente; la red digital más sutil jamás imaginada y concebida; que actúa a la velocidad del pensamiento; invasiva y destructiva; enajenante y esclavizadora. Vea usted si no: -Ya tenemos un ex Presidente de la República diagnosticado por nada menos que la Sacra Rota Romana con desorden histriónico y narcisista; cómo maneja nuestro gobernante en turno el afán de notoriedad y saturación social de imagen, (¡ah, la vanidad!); nuestra clase empresarial y política, mientras su miembros quieren ser vistos como demócratas y esforzados proveedores de la renta nacional, caen en pecadillos y mal comportamiento en centros exclusivos, se visten de marca, son ‘fashion’, su hombría se conjuga con el cuidado metrosexual, hay damas de sociedad que mantienen emporios de cirugía plástica y Spa’s mágicos revitalizantes; las niñas ‘cool’ se distancian años luz de lo que ‘huela’ a trabajo esforzado y mucho más a salario mínimo; y el habla se torna en estricta diferenciación etnolingüística, tan implacable como excluyente. ¡Ah, la vanidad!
El examen nos compete a todos y a todo. Pero, inabarcable en un sitio como éste, sí resulta pertinente identificar, no los grandes vicios y pecados con que nos hacemos daño a nosotros mismos y a los demás, sino ese hilo sutil que en la punta tiene el anzuelo de la vanidad, y que desgraciadamente mordemos con inocente negligencia, perdiendo en el intento, no solo la fama de recato, moderación y elegante gusto; sino peor aún, la condición misma de dignidad personal y libertad a la que estamos llamados. ¡Feliz Año!

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