Bill Foster está detenido en medio del tráfico. El calor, el ruido y el zumbido incesante de una mosca lo llevan al límite. Abandona su carro en medio de la avenida y se dirige caminando a casa, es el cumpleaños de su hija. A diferencia de Ulises, a Bill no lo espera nadie: está divorciado y su ex esposa ha solicitado una orden de restricción. No tiene trabajo, hace un mes fue despedido. La película es Día de furia, de Joel Schumacher.
Seremos testigos de la odisea de un hombre común en un mal día. Un vendedor se niega a cambiarle un billete para tener cambio para el teléfono y lo obliga a comprar un refresco. Unos pandilleros le exigen el pago de una cuota por pasar por “su” territorio. Un veterano de guerra le exige dinero y, cuando Bill se niega, lo insulta y le aclara que ése es “su” parque. El insulso gerente de Whammy Burger se niega a venderle un omelet de jamón y queso (whamelette, por supuesto) a pesar de que puede hacerlo y que hace sólo cuatro minutos ha expirado el horario de desayuno —ahí no opera la máxima “el cliente siempre tiene la razón”—. Al terminar de utilizar un teléfono público, un torpe neurótico le reclama por su tardanza. El desquiciado neonazi vendedor de armas lo intenta esposar cuando se niega a compartir su odio. Casi recibe un golpe con una pelota de golf, el golfista le ha exigido que salga de “su” campo. En fin, un poco más y llega a casa.
Bill Foster ha recibido provocaciones todo el día. Si no hubiera respondido sería una víctima tristísima. Pero la policía lo ha estado buscando, Bill respondió siempre: destrozó la tienda donde compró el refresco y obtuvo un bat, golpeó a los pandilleros y se quedó con una navaja y armas de fuego, le dio al veterano su portafolios casi vacío, amenazó con una subametralladora al personal de Whammy Burger, inhabilitó el teléfono público, acuchilló y baleó al neonazi, y destruyó el carrito del golfista.
En casa no hay nadie, su ex sabe lo que ha ocurrido y ha huido con la niña a un muelle cercano, Penélope escapa. Bill las alcanza, abraza a su hija y es atrapado. La violencia ascendente no tiene más que una cima previsible, él morirá. Antes de perder en un ridículo duelo —en el que hace pasar como real una pistola de agua— se da cuenta de algo terrible, él es el malo. Es un tristísimo agresor.
El raiting aplastante de la “gran violencia” impide que lleguen a los titulares las agresiones cotidianas. Cada día, hombres y mujeres nos enfrentamos a una ciudad hostil donde la cortesía se ha desvanecido. Somos culpables de no traer monedas: el dueño del estacionamiento las exige y no está dispuesto a abandonar su puesto, a mandar a alguien al banco, a nada. Los automovilistas que padecen al imbécil que les “echa” el carro invadirán, unos minutos después, banquetas, espacios para discapacitados y camellones. El vecino estulto reclama con rabia a quien osa dejar el carro frente a su casa, aunque nadie bloqueé su cochera —ése es “su” territorio—. Los bancos, la compañía de cable, los del agua, los de la luz imponen sus condiciones: fallas, eres penalizado; fallan, no hay ni una disculpa. Si no piensas que la derecha es el diablo, eres un imperialista; si no crees que la izquierda está perdida, un radical. Y después de padecer las miradas desafiantes de muchachitos tarados en camioneta; la ineptitud del burócrata que debería solventar un trámite en minutos pero que prefiere comer su torta frente a nosotros; el sarcasmo de la secretaria del centro de salud que nos trata como tontos; el calor y el incesante zumbido de las moscas, regresamos a casa.
Afortunadamente, muy pocos, todavía, son Bill Foster. Algo nos detiene. Miles de estallidos duermen aún. Ni los aullidos de los comentaristas de televisión, ni la suma de frustraciones diarias han sido suficientes para quebrarnos. Algunos buenos momentos bastan para frenar la furia; para canjearla por la resignación. Nos aferramos a mantener nuestros refugios. A mí me quedan mi familia, mis amigos y los destellos eventuales de bondad —la sonrisa no forzada de quien te recibe en una tienda, el deseo de buen provecho de los vecinos de mesa en el restaurante, el grito del taxista que te avisa que llevas la puerta de tu auto abierta—. Tengo también el cine, las conversaciones interminables, mis alumnos y, siempre, la lectura.
Sin embargo, la violencia ha penetrado en las casas; cientos de mujeres y hombres no tienen a dónde regresar; para muchos, Ítaca no existe. Y aunque, hasta ahora la réplica se ha mantenido en los límites de la queja —el desahogo todavía es un paliativo—, ha comenzado el ascenso. Pequeñas venganzas comienzan a poblar nuestras horas, nos estamos cansando. Cada vez es menos común quedarse callado, dejar pasar, soportar a los violentos. Bill Foster está todavía lejos, pero le estamos permitiendo acercarse y, una vez que llegue, no se retirará fácilmente. Estamos en camino de que las respuestas sobrepasen a las provocaciones, de que las pistolas de agua desafíen las armas de fuego. Sin darnos cuenta hemos comenzado a convertirnos en los malos. Las víctimas, tristísimas siempre, llegarán a ser, sin que nos demos cuenta, tristísimos agresores.




