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viernes, diciembre 5, 2025

Pobres angelitos

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 Por un lado. La numerosa familia McCallister vuela hacia París. Todo marcha a la perfección; sin embargo, la madre sospecha que han olvidado algo. A cientos de kilómetros, su hijo de ocho años Kevin —el olvidado— se percata de que está solo y festeja como un perfecto adulto: brinca en la cama, mira revistas de mujeres desnudas, juega con un rifle de postas, ve películas de gángsters mientras come papitas y helado, se desliza en trineo por las escaleras y, por si faltara un poco de madurez, usa after shave. Pero una amenaza ronda: un par de estúpidos ladrones que sabe que los McCallister están fuera intentará penetrar en la casa. El resto es película: el muchachito, como verdadero troyano, defiende su hogar de las torpes avanzadas de Harry y Marv, y, aunque en algún momento debe ceder la planta baja, detiene la invasión con ayuda de un afable y malencarado vecino. La batalla entre los aspirantes a aqueo y el atrincherado niño es emulada por la lucha interior que éste libra  contra sus propios miedos. 

Una de las escenas ícono de la película ocurre cuando Kevin se aplica la loción para después de afeitar. Se lleva las manos a las mejillas, siente el ardor y grita. El cartel de la película es una versión modificada de la imagen, sólo que en este caso detrás del niño aparecen, asomados por la ventana, los malvados Harry y Marv. El parecido con El grito de Edvard Munch no es coincidencia. 
Es común suponer que el extraño personaje al centro de la pintura —de cada una de las muchas versiones— está gritando. No obstante, Munch llamó también a su cuadro El grito de la naturaleza, lo que nos invita a una lectura  compleja e interesante, entre muchas posibles. El atormentado ser no está gritando, está siendo atacado por un golpe brutal de la naturaleza, por un alarido ambiental que lo aturde y lo inmoviliza. Kevin no grita en el cartel, refleja el miedo paralizante que le provoca la amenaza. En el primer caso, el espacio abierto, el cielo teñido de rojo aturden al individuo, lo comprimen. En el segundo, el espacio vital corre el riesgo de ser violentado. 
Por el otro. La comunicación verbal es, original y primordialmente, oral. Transmitimos ideas, damos órdenes, expresamos sentimientos y elaboramos objetos estéticos por medio del habla. Pero nuestras relaciones por medio de sonidos no se detiene en la lengua, también tenemos la música, los cláxones, las vuvuzelas y los aplausos. Este arsenal de recursos es de un refinamiento apabullante. Con palabras podemos contagiar silogismos o narrar una historia, la música es capaz de modificar estados de ánimo. Y, aunque los sonidos de los autos, las cornetas y las ovaciones son quizá menos sutiles que burdos, no carecen de función. 
Tratándose de elegir, si la intención es convencer al profesor de que una respuesta es correcta, la lengua es la mejor opción. Expresar nuestra euforia por la salida a la cancha de la selección nacional requerirá de un “campechano” de trompetas y aplausos. Si se carece de elocuencia para la seducción, música. 
Ante tal variedad no deja de sorprenderme que muchos decidan, cuando se trata de comunicarse con lo celestial, hacerlo por medio del ruido. Supongo que el lanzamiento de cohetes para anunciar momentos devotos es parte de una entrañable historia. Seguramente la tradición cuenta con raíces fortísimas que hacen su desaparición imposible. De otra manera es incomprensible que, de buenas a primeras, se interrumpa la vida de los demás haciendo estallar pólvora sin misericordia y sin preguntar. Esta primacía de los petardos sobre el transeúnte, el público que asiste a un recital, el hospitalizado o quienes asistimos al café no puede ser consecuencia del capricho. Y tampoco puede serlo la lluvia de cornetas con que los padres atormentan a quienes vivimos cerca de una escuela. Ni la competencia feroz entre las bocinas cumbiancheras de las zapaterías, tiendas de colchones y kioscos de computación. 
Para decir algo, el ruido es la opción más baja, la menos clara, la más atemorizante. Para defendernos de él no hay nada, ninguna ingeniosa trampa: penetra sin dificultades nuestras casas, es un caballo de Troya que se instala en el espacio vital y lo satura. El ruido nos aturde, nos paraliza y nos comprime. Una vez que entra nos impide saltar en la cama, ver películas y hasta comer en paz. Es el ambiente distorsionado, la naturaleza corrompida, la grosería en estado puro. 
Si no podemos mantener a los estúpidos Harry y Marv fuera de casa; si la única opción que hay para avisar a los hijos que hemos llegado a recogerlos es pitar en histeria; si las ventas sólo aumentan cuando le reventamos los tímpanos a los clientes; si la única manera de platicar con los ángeles es lanzándoles proyectiles con ojivas de ciento cuarenta decibelios, pobres angelitos, y pobres de nosotros. 

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