Uno de los grandes atractivos de las series de televisión gringas es que en cada capítulo ofrecen el espectáculo de convertir en orden el caos, no necesariamente un final feliz, algo mucho más sutil, la puesta en escena de un ciclo perfecto que inicia con la descomposición de alguna relación y finaliza con un nuevo equilibrio. No importa si es un caso policiaco, amoroso, paranormal o médico, el esquema es invariablemente el mismo. En los primeros minutos se presenta la forma en que se desordena un sistema: aparece la víctima de un asesino en serie, la infidelidad de uno de los amantes, alguien que viola las leyes de la física o un paciente presenta síntomas atípicos que anuncian una enfermedad rarísima. Durante el desarrollo de la serie, el protagonista va recopilando las piezas que le permitirán armar el rompecabezas: un equívoco del homicida, el arrepentimiento del infiel, un libro que revela la fórmula secreta o la coincidencia que encamina al diagnóstico correcto. El final de cada capítulo de la serie remata con la exposición de los resultados, los últimos minutos suelen ser trepidantes en la mayoría de los casos, en poco tiempo es necesario atar los cabos para hacer coherente el resultado: la captura del asesino, la reconciliación de la pareja, un misterio aclarado o el tratamiento que curará al enfermo. Antes de los créditos, el espectador presencia el nuevo orden.
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Atestiguar ese nuevo orden, pero sobre todo, seguir los pasos con que llega a ese punto, es un placer. Así me explico la adicción a las series, las horas frente a la televisión, además en los mejores casos, cada capítulo deja sueltos los elementos suficientes para que la historia siga desarrollándose, sólo hemos visto una parte del todo en la vida del detective, los amantes, los investigadores o el médico, sus aventuras continuarán.
Un elemento indispensable para generar esa apariencia de realidad, es la edición. Sobre ese proceso descansa el pacto de credulidad, la serie pone las reglas y el espectador le da sentido a lo que se le cuenta, cuando esas reglas generan hechos verosímiles, se le cree a la obra, se disfruta. La vida real, no es así. A diferencia de la realidad, en las series lo que logra la edición es aportar únicamente los datos relevantes, en los programas los protagonistas no pierden el tiempo en pistas falsas, la información que obtienen, los impulsos a los que responden, tienen como característica que los llevan, siempre, hacia la salida del laberinto.
Hemos visto demasiada televisión y olvidado la diferencia radical con las series, al no contar con la posibilidad de la edición la búsqueda de nuevos equilibrios fracasa por la acumulación de señales equívocas. Se cuenta con infinidad de diagnósticos, miles por cada uno de los problemas que se puedan enunciar, pero los esfuerzos por solucionar alguno de ellos fácilmente se agotan al seguir los indicios incorrectos. A lo anterior hay que agregar que el desarrollo de las nuevas tecnologías, las redes sociales, la posibilidad de estar comunicados instantáneamente y de compartir de forma inmediata generan la ilusión de estar participando en la solución de los problemas, pareciera que sí estamos estableciendo el diálogo correcto.
En El crimen perfecto, Jean Baudrillard señala que “A través de la técnica, tal vez sea el mundo el que se ríe de nosotros, el objeto que nos seduce con la ilusión del poder que tenemos sobre él. Hipótesis vertiginosa: la racionalidad, culminante en la virtualidad técnica, sería la última de las tretas de la sinrazón, de esa voluntad de ilusión, cuya voluntad de verdad sólo es, según Nietzsche, un rodeo y un avatar”, líneas adelante sentencia “No ser sensible a este grado de irrealidad y de juego, de malicia y de espiritualidad irónica del lenguaje y del mundo, equivale, en efecto, a no ser capaz de vivir.”
Reitero, hemos visto demasiada televisión, al grado de olvidar que no todas las conversaciones conducen a un diálogo, que no todos los datos sirven para armar un mapa del laberinto, sobre todo, que un acto virtual no sustituye a una acción en la vida real. Así las cosas, seguimos el impulso, la velocidad de la reacción es lo que importa, al menos en las redes sociales, donde no importa conocer los hechos, basta protestar, no importan los hechos basta con saber lo que opinó el otro y denostarlo. Un ejemplo está en la celebración del centenario de la revolución y el bicentenario de la independencia, fuera de la pachanga, no hemos aprovechado la oportunidad de discutir acerca de quiénes somos y de dónde venimos, pero si Cristian Castro hace una declaración estúpida (con motivo del bicentenario se le preguntó quiénes son sus héroes y respondió: “Octavio Paz, y esta chica De la Cruz… Sor Juana Inés de la Cruz, esta chica es la que más admiro”) se multiplican las reacciones. No es su ignorancia lo que espanta, es la importancia que se le da a un cantante. O bien, la ilusión de la protesta: ante el asesinato de 72 inmigrantes en Tamaulipas, se multiplica en Facebook la propuesta de cambiar la foto de perfil por un cuadro negro, como una manifestación de que “se ha tocado fondo”. Clic y ya está: una muestra de indignación en un espacio que en unos días, estoy seguro, ocupará de nuevo otra imagen más agradable, pero eso sí, mientras tanto ya se participó, ya se hizo partícipe al “mundo” de nuestra protesta.
Sí, un simple clic, quizá nos hemos acostumbrado demasiado a la televisión y cuando aparecen los créditos, sobre fondo negro, cambiamos de canal, como si eso cambiara la realidad.
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