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jueves, diciembre 11, 2025

Comer rápido: cómo este hábito afecta tu digestión, peso y salud general

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En un mundo donde la productividad se mide en correos enviados y reuniones toleradas, tomarse 30 minutos para comer parece un lujo vintage. Pero, sorpresa: según varios expertos en nutrición y salud conductual, no masticar bien podría no solo ser una afrenta a quien cocinó con amor (o al menos con sal), sino también un boleto directo a la indigestión, la obesidad y una vaga sensación de “¿por qué me comí todo esto si ni siquiera lo disfruté?”.

Lo dicen con claridad nombres como Leslie Heinberg, del Centro de Salud Conductual de la Clínica Cleveland, y Helen McCarthy, psicóloga clínica británica: comer en menos de 20 minutos no es comer, es ingerir en modo demoledora. Heinberg nos recuerda que el estómago y el cerebro necesitan unos 20 minutos para sincronizarse vía hormonal y decir: “Gracias, ya estamos llenos”. Comer más rápido que eso es como apagar el GPS y esperar no perderse en la autopista del apetito.

¿El resultado? Uno termina overdoxeado de tacos, sushi o lo que sea, porque simplemente no llegó el aviso de “alto”. Y eso no solo afecta al botón del pantalón, sino a la digestión completa: aire tragado, comida mal procesada, nutrientes perdidos y, en algunos casos, trozos atascados en el esófago. Una joya de consecuencias por no saborear con calma.

Los estudios citados —aunque no especifican cuántos ni cuán recientes— apuntan a que las personas que comen rápido tienen un mayor riesgo de obesidad. No es que masticar despacio sea la nueva dieta milagro, pero sí parece un upgrade del “come consciente” que tanto circula en redes. Además, cuando uno desacelera, al parecer también desacelera el consumo de ultraprocesados. Una paciente de McCarthy pasó de comerse un tubo diario de papas fritas a encontrarles sabor a “químicos pegajosos” una vez que los comía de a una y con detenimiento. Spoiler: dejó de comprarlas. ¿El mindfulness vence al glutamato? Puede ser.

La solución no es una membresía en un templo zen, sino medidas tan simples como molestas para la rutina moderna: apagar la tele, alejar el celular, comer con la mano no dominante o usar palillos (aunque no estés comiendo sushi). También ayuda detenerse a medio plato para tomar agua, lo cual suena a consejo de madre, pero resulta que mamá tenía razón todo este tiempo.

Sarah Berry, científica de la empresa nutricional británica ZOE, mete el dedo en la llaga millennial: “si no estamos completamente presentes, es muy fácil comer más rápido y no notar cuánto hemos consumido”. En otras palabras, comer distraído es como ir a una cita y no escuchar nada: al final no te queda claro si fue buena o mala, pero ya pagaste la cuenta.

Detrás de este problema aparentemente trivial se asoman lógicas sociales y culturales más profundas. Vivimos en una época donde el “no tengo tiempo” es una medalla y donde comer mientras se trabaja, maneja o scrollea en TikTok no solo es común, sino celebrado. Comer rápido no es solo un mal hábito: es un síntoma más de una productividad mal entendida, donde incluso los momentos más primitivos, como alimentarse, son atropellados por la ansiedad de hacer más.

Y aunque las tres notas que consultamos se repiten más que comercial de yogurt, todas coinciden en lo esencial: masticar despacio no solo mejora la digestión, sino que ayuda a reconectar con algo tan básico como el sabor. ¿Y si además de cuidar la salud también se recupera el gusto por comer?

Claro, nada garantiza que después de leer esta nota dejes de devorar tu comida frente a la laptop, pero al menos sabrás que no es el estómago el que falla: es la señal que nunca tuvo tiempo de llegar al cerebro. Así que la próxima vez que alguien te diga “comes lento”, en lugar de disculparte, dile con orgullo: “estoy digiriendo mi futuro saludable, ¿y tú?”.

Vía Tercera Vía

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