Una disputa personal que escaló hasta convertirse en un acto de agresión pública y simbólica dejó al descubierto no solo las fracturas entre personas, sino las que existen en la protección institucional de la cultura viva. En Juchitán, Oaxaca, dos mujeres fueron grabadas rociando cloro sobre trajes típicos exhibidos en el mercado Cinco de Septiembre, una agresión que, además de provocar daños materiales por al menos 35 mil pesos, destapó una caja de Pandora donde se mezclan la violencia de género, la informalidad financiera y el abandono al patrimonio cultural.
Todo comenzó, aparentemente, con una “tanda”. Ese sistema comunitario de ahorro que, si bien ha servido por décadas como estrategia solidaria, también puede ser terreno fértil para la discordia. La comerciante afectada, Bertha “N”, responsabiliza a María “N” y a Elsa “N” del ataque. Según su testimonio, María organizó la tanda y, tras problemas en los pagos, comenzó a amenazarla. Elsa sería quien ejecutó el daño, rociando deliberadamente el líquido corrosivo sobre los vestidos.
María “N” no negó los hechos; en cambio, los justificó. Desde redes sociales, acusó a Bertha de haber tomado dinero sin pagarlo. En su lógica, la deuda —unos 20 mil pesos— daba pie a la venganza. “Cuenta la verdad, cuenta que tomaste un dinero que ni siquiera quieres pagar”, escribió. Como si una supuesta deuda monetaria diera licencia para destruir el esfuerzo de meses de trabajo artesanal. Como si los bordados pudieran usarse como moneda de cambio en una pelea personal.
Pero el problema es más profundo. Porque los trajes dañados no son simples vestidos: son el reflejo de una historia colectiva, de la identidad zapoteca, de una estética que ha sobrevivido terremotos, modernidad y olvido institucional. Cada prenda representa tiempo, técnica, transmisión de saberes. En muchos casos, su elaboración toma meses y su precio puede alcanzar —y superar— los 25 mil pesos si se trata de piezas ceremoniales.
Lo ocurrido no solo representa un daño económico: es un atentado contra la cultura material e inmaterial del Istmo de Tehuantepec. Y sin embargo, ni la Fiscalía General de Oaxaca ni la Secretaría de Seguridad Pública han dado una respuesta clara o acciones concretas más allá del video viral. La indignación digital no basta.
La Dirección de Cultura de Juchitán sí se ha pronunciado, pidiendo protocolos de protección para los comerciantes de arte tradicional. Organizaciones locales han exigido justicia, y locatarios del mercado han comenzado a instalar más cámaras de seguridad por cuenta propia. Pero el silencio institucional pesa. El Estado se muestra más preocupado por el turismo que por las personas que lo hacen posible.
Este caso también arroja luz sobre la necesidad de regular las tandas. Herramienta útil, sí, pero sumida en la informalidad, puede convertirse en detonante de violencia. Se han propuesto cooperativas legalmente registradas, pero la falta de voluntad política y recursos mantiene a muchas comunidades en un limbo de vulnerabilidad financiera y legal.
Más allá de las versiones cruzadas entre Bertha y María, lo cierto es que la agresión se cometió, quedó grabada, y nadie —hasta ahora— ha rendido cuentas. En un país donde las expresiones culturales indígenas son motivo de orgullo, selfies y discursos oficiales, resulta inaceptable que quienes las sostienen estén tan desprotegidas.
Hoy no solo se destruyeron vestidos. Se atacó una memoria. Se dejó claro que en México el patrimonio cultural no necesita enemigos externos: basta con la impunidad y el desprecio cotidiano para deshilacharlo desde dentro.




