El Canal de Cartagena en Ecatepec no es un sitio cualquiera. Lo que por fuera podría parecer un simple cauce de aguas negras entre colonias olvidadas, se ha convertido en un archivo macabro de la violencia estructural del país. En los últimos días, madres buscadoras han localizado restos humanos –torsos, extremidades y hasta un feto casi a término– en jornadas de limpieza que parecen más bien excavaciones forenses comunitarias.
Las acciones son encabezadas por los colectivos “Mariposas Buscando Corazones y Justicia” y “EHECATL”, en coordinación con vecinos que, ante olores fétidos y hallazgos espeluznantes, han optado por llamar a quienes verdaderamente responden: las madres de los desaparecidos. Estas mujeres no solo enfrentan el dolor de la ausencia, sino la inercia de un Estado que llega tarde y mal a cada llamado.
Desde hace semanas, el canal ha sido intervenido con maquinaria pesada, sin embargo, la presencia institucional ha sido intermitente. Aunque las autoridades afirman tener un “compromiso pleno”, los relatos sobre su ausencia o tardanza se repiten. Los hallazgos –dos torsos, brazos, piernas y un feto con cordón umbilical intacto– se han producido incluso en zonas videovigiladas por el C5 estatal, lo que deja más preguntas que certezas.
Las buscadoras no solo encuentran huesos entre la basura. También hallan negligencia. “El canal es una fosa clandestina”, han señalado. Y esa fosa se extiende no solo en sentido geográfico, sino en el tiempo y la desmemoria institucional. La acumulación de cuerpos en este sitio no es una anomalía sino un patrón, como lo demuestra la frecuencia con la que hallazgos previos se conectan con búsquedas recientes.
En contraste, en Nogales, Sonora, el colectivo “Buscadoras de la Frontera” localizó cuatro osamentas en fosas clandestinas a partir de denuncias anónimas. Aunque el caso ocurre a más de 2,000 km de distancia, el patrón se repite: cuerpos encontrados por ciudadanos, fiscalías ausentes, y un país dividido entre quienes buscan y quienes prefieren no mirar.
La acumulación de cuerpos –y de omisiones– en sitios como el Canal de Cartagena revela más que una crisis de seguridad. Habla de un país en donde la búsqueda de justicia depende del músculo colectivo de quienes han perdido todo. Donde los canales sirven más para desaparecer personas que para drenar aguas negras. Donde la “coordinación institucional” se menciona en comunicados pero no se refleja en el terreno.
No se trata ya solo de saber cuántos restos hay en el canal, sino de asumir por qué están ahí, por qué nadie los reclama, y por qué el Estado, con toda su estructura, sigue operando con el reflejo lento de quien no quiere ver. El canal no es la excepción. Es el espejo.




