Mientras las cifras de sobredosis por fentanilo en Estados Unidos superan las 100 mil muertes anuales, el gobierno de ese país ha intensificado su ofensiva contra lo que considera el verdadero combustible del narcotráfico: el dinero. Esta vez, el golpe va directo a la billetera del Cártel de Sinaloa, una de las organizaciones criminales más fuertes del continente. No hablamos de decomisos espectaculares en la frontera ni de redadas televisadas, sino de una acción más silenciosa pero igual de letal para las finanzas ilícitas: sanciones económicas.
Seis personas y siete empresas fueron señaladas por el Departamento del Tesoro como responsables de operar una red de lavado de dinero transfronteriza que permitía al cártel mover millones de dólares sin levantar sospechas. Las medidas, resultado de una operación coordinada con agencias estadounidenses y mexicanas —incluyendo a la UIF mexicana—, implican el bloqueo total de sus bienes en Estados Unidos y la prohibición de cualquier transacción con entidades de ese país.
Detrás de las sanciones hay nombres que repiten patrón: Enrique Dann Esparragoza Rosas, vinculado tanto a “Los Chapitos” como a la facción de “El Mayo” Zambada, lideraba una red que convirtió al cambio de divisas en arma de doble filo. A él se le atribuyen vínculos con Tapgas México S.A. de C.V., mientras que otro sancionado, Alberto David Benguiat Jiménez, manejaba un grupo de empresas fachada —incluidas Scatman y Hatman Corp— que habrían lavado más de 50 millones de dólares. Es decir, un andamiaje empresarial paralelo a la economía formal, operando con la discreción de cualquier firma en el Registro Público de Comercio.
Las autoridades estadounidenses describen el lavado de dinero como el “elemento vital” de las operaciones del Cártel de Sinaloa. Esta frase, aunque contundente, no es nueva. La novedad está en el marco en el que se presenta: una estrategia cada vez más centrada en cortar las rutas financieras en lugar de seguir a los sicarios. El secretario del Tesoro, Scott Bessent, dejó claro que el objetivo no son solo los cabecillas, sino también los “facilitadores financieros de confianza”.
Pero este ajuste de enfoque, aunque lógico, llega con sus propias preguntas. Si estas estructuras empresariales fueron capaces de mover millones en ambos lados de la frontera, ¿qué dice esto sobre la eficacia de los sistemas financieros y de supervisión tanto en México como en EU? ¿Cuántas Scatman más están activas en este momento sin que nadie las detecte?
Otro punto que destaca es la narrativa. Desde que Donald Trump declaró al Cártel de Sinaloa como “organización terrorista extranjera”, el lenguaje se ha endurecido, y ahora se les nombra actores de “narcoterrorismo”. Esta calificación, más allá de lo simbólico, permite ampliar las facultades del gobierno estadounidense para sancionar, investigar y presionar incluso a gobiernos aliados.
Al final, el operativo revela dos verdades incómodas: que el narco no se sostiene solo con armas, sino también con contabilidad, y que el Estado —en sus múltiples niveles y países— sigue siendo, en el mejor de los casos, un fiscal que llega después de la auditoría. La pregunta no es si se logrará frenar el lavado de dinero, sino si esta vez se hará sin lavar también las manos de quienes lo permitieron durante tanto tiempo.




