En un movimiento que evoca las estrategias de seguridad más rígidas de la Guerra Fría, Estados Unidos ha implementado una política de “no confraternización” que prohíbe a su personal diplomático en China, así como a sus familiares y contratistas con acreditación de seguridad, mantener relaciones sentimentales o sexuales con ciudadanos chinos. La medida, impuesta por el embajador saliente Nicholas Burns en enero, antes de su salida del cargo, ha encendido las alarmas tanto por su contenido como por su forma de aplicación: fue comunicada de manera verbal y electrónica, sin anuncio público.
Esta prohibición no es una simple rareza diplomática; es una estrategia directa de seguridad nacional en un escenario cada vez más marcado por la desconfianza y la competencia entre Washington y Beijing. Aunque en algunos países ya existían restricciones sobre relaciones personales del personal diplomático, no se había visto una política generalizada de este tipo desde la Guerra Fría. La diferencia ahora es el foco específico en China y la amplitud de su alcance.
La decisión responde a preocupaciones sobre el espionaje y el uso de seducción como herramienta de recolección de inteligencia, táctica históricamente documentada en la Guerra Fría y, según exanalistas como Peter Mattis, aún vigente en la actualidad. Según él, el Ministerio de Seguridad del Estado chino (MSS) “está dispuesto a aprovechar cualquier conexión humana que tenga un objetivo para recopilar inteligencia”. No se trata solo de espías glamorosos al estilo de películas de James Bond, sino de ciudadanos comunes presionados por su gobierno para colaborar, a menudo mediante intimidación.
El trasfondo de esta medida revela el profundo deterioro en la relación bilateral entre EE.UU. y China, marcada por una creciente pugna en comercio, tecnología y geopolítica. El endurecimiento de medidas por ambos lados parece un reflejo mutuo: mientras Estados Unidos establece reglas que obligan incluso a romper relaciones personales o abandonar el país, China también ha reforzado sus controles internos, prohibiendo a sus funcionarios y militares mantener vínculos con extranjeros y restringiendo sus estancias prolongadas en el extranjero.
Aunque la política contempla una excepción para relaciones preexistentes —con el matiz de tener que solicitar una exención que puede ser negada— el mensaje es claro: no hay margen para el romance en la diplomacia estadounidense en China. Y si lo hay, tiene un alto costo. La disyuntiva no es menor: o se pone fin al vínculo afectivo o se renuncia al puesto.
Este tipo de decisiones, que sitúan los afectos bajo vigilancia institucional, recuerdan que la diplomacia no solo se libra en despachos, sino también en los cuerpos y vínculos de quienes la ejercen. Las relaciones personales se convierten en potenciales brechas de seguridad, y el amor —o algo parecido— en un riesgo geopolítico.
La política también abre un debate sobre los límites éticos de las restricciones impuestas por los gobiernos a la vida privada de sus empleados. En un contexto donde la vigilancia, la sospecha y la presión son moneda corriente en la inteligencia internacional, ¿hasta qué punto es justificable interferir con la libertad íntima de los funcionarios? Y más aún: ¿qué dice esto sobre la concepción de ciudadanía, confianza y lealtad en una era de tensiones latentes?
La medida revela no solo una estrategia defensiva, sino también una visión profundamente instrumental de las relaciones humanas en clave de seguridad. Un eco incómodo de los tiempos donde la vida privada era considerada un asunto del Estado, solo que ahora, en vez de ideologías, el riesgo viene envuelto en datos, accesos y secretos clasificados.




