El 31 de marzo de 2025, a plena luz del amanecer en Chimalhuacán, Estado de México, una estudiante de secundaria esquivó un intento de secuestro con reflejos que, de no haber sido captados en video, parecerían sacados de una ficción de suspenso. Una camioneta negra se orilla, la puerta se abre en movimiento, un hombre con camiseta amarilla se lanza hacia la joven. Ella corre. Él falla. Y la escena, grabada por una cámara de seguridad, se convierte en material viral, detonando reacciones sociales, operativos de seguridad y, por momentos, un silencio incómodo institucional.
El caso escaló de inmediato en redes sociales. La viralización del video no solo visibilizó el intento de secuestro, sino que presionó para que las autoridades actuaran. No fue el sistema de vigilancia el que alertó a la policía, ni mucho menos una estrategia preventiva: fue el repudio digital lo que volvió visible lo que de otra forma pudo haber sido otro dato crudo en las estadísticas.
El sujeto implicado, identificado como Luis Enrique “N”, de 24 años, fue detenido el 1 de abril en Nezahualcóyotl, no directamente por el intento de secuestro, sino tras haber cometido un robo con violencia a una tienda de conveniencia. Fue en su escape —y gracias al impacto de la misma camioneta en un domicilio particular— que elementos de inteligencia lograron vincularlo con el caso de Chimalhuacán. Recién entonces, la pieza encajó: se trataba del mismo individuo que había intentado subir por la fuerza a una menor unas horas antes.
La narrativa oficial, reconstruida a partir de comunicados, informes policiales y el cerco virtual implementado por los C4 de Chimalhuacán y Nezahualcóyotl, apunta a una “exitosa coordinación intermunicipal”. Sin embargo, el hecho de que la detención ocurriera por un delito distinto y que la tentativa de secuestro se confirmara después, levanta preguntas sobre la eficacia real de los protocolos de atención a menores en riesgo.
Mientras tanto, la víctima ha sido atendida por la Dirección de Prevención Social de la Violencia y Delincuencia con Participación Ciudadana, una intervención aplaudida, pero que llegó post facto. La escena del crimen —una calle cualquiera a las 7 de la mañana— sigue siendo cotidiana para miles de menores que recorren solas el trayecto a la escuela.
En cifras, la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) reporta que en lo que va del 2025 (enero-febrero), se han documentado nueve secuestros de niñas, niños y adolescentes. Desde octubre de 2024, bajo la administración de Claudia Sheinbaum, suman 40. Aunque los datos marcan una ligera disminución mensual, el relato detrás de cada cifra suele ser tan alarmante como el de Chimalhuacán.
El caso también deja abiertas otras preguntas. Aunque se presume que el sujeto actuó solo, aún no se ha esclarecido si hubo cómplices o si la camioneta estaba asociada a una red mayor de captación de víctimas. Las autoridades no han precisado si el conductor del vehículo —que no era el mismo Luis “N”— ha sido identificado o detenido, lo cual sugiere un posible vacío en la investigación.
Así, mientras la atención pública se disipa al ritmo de las tendencias digitales, las condiciones estructurales que permitieron este intento de secuestro siguen intactas: calles inseguras, vigilancia reactiva, y un aparato de justicia que llega con el after party.
La menor sobrevivió. El atacante fue capturado. Pero el sistema que debió evitarlo aún está en pausa.




