Con la muerte del Papa Francisco, se abre una nueva contienda eclesiástica que no solo busca un sucesor, sino definir el rumbo político, doctrinal y cultural de la Iglesia católica. El próximo Cónclave, compuesto por cardenales menores de 80 años (el 60% de ellos designados por el propio Francisco), enfrenta una elección entre reforzar el legado reformista o abrir paso a una restauración conservadora.
El grupo de los llamados “papables” incluye perfiles que sintetizan los dilemas contemporáneos del catolicismo: multiculturalismo, justicia social, relación con la comunidad LGBTQ+, migración, secularización y abuso clerical. Algunos nombres emergen con fuerza dentro del ala progresista, entre ellos:
Matteo Zuppi, arzobispo de Bolonia y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, representa uno de los rostros más visibles del ala progresista. Conocido por su cercanía pastoral, trabajo con migrantes y acciones simbólicas como bendiciones a parejas homosexuales, Zuppi carga tanto con el respaldo de Francisco como con las críticas del sector conservador. Su afiliación a la Comunidad de Sant’Egidio, mediadora en conflictos como el de Mozambique o Ucrania, refuerza su perfil diplomático. Sin embargo, su gestión ante denuncias de abusos en la Iglesia italiana ha sido vista con recelo.
Luis Antonio Tagle, cardenal filipino y prefecto del Dicasterio para la Evangelización, ha sido apodado el “Francisco asiático”. Su discurso misericordioso, su fuerte arraigo pastoral en Asia y su paso por Caritas Internacional lo posicionan como un puente entre el sur global y el Vaticano. Su caída en desgracia tras el escándalo administrativo en Caritas, sin embargo, podría pesar negativamente, aunque él no haya estado directamente involucrado.
Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano, aparece como el candidato institucional. Hombre de bajo perfil mediático, su poder real ha sido equiparado al de un “papa adjunto”. Ha gestionado negociaciones espinosas con China y Vietnam, lo que le ha costado críticas por parte de los conservadores. No obstante, Parolin se ha mantenido prudente en la guerra cultural dentro del clero, abriendo puertas a la discusión sobre el celibato y la bendición a parejas homosexuales, aunque sin definiciones contundentes. Su escasa experiencia pastoral es, sin embargo, su mayor debilidad.
Jean-Marc Aveline, arzobispo de Marsella, mezcla teología, filosofía, migración y diplomacia interreligiosa. Francés de origen español y nacido en Argelia, representa la síntesis multicultural y mediterránea que ha impulsado el pontificado de Francisco. Es cauto frente a temas controversiales como el celibato o la comunión a divorciados, pero goza de una reputación de intelectual cercano a los movimientos sociales. La barrera idiomática en italiano podría jugarle en contra en una curia aún profundamente romanocéntrica.
Peter Turkson, cardenal ghanés, exjefe del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral, sería el primer papa del África subsahariana. Sus credenciales incluyen lucha contra la pobreza, justicia climática y un perfil comunicativo hábil. Aunque renunció tras una supuesta disputa interna, mantiene influencia desde las academias pontificias. Él mismo ha declarado haber rezado para no ser elegido, pero su visibilidad mediática indica lo contrario.
Joseph Tobin, arzobispo de Newark (EE.UU.), rompe moldes dentro del conservadurismo estadounidense. Fuerte defensor de la inclusión LGBTQ+ y transparente en su manejo del escándalo de abusos de McCarrick, Tobin combina una figura pastoral carismática con habilidades administrativas. No obstante, el conservadurismo antiestadounidense dentro del Vaticano hace improbable su elección.
Mario Grech, de Malta, actual secretario general del Sínodo de los Obispos, ha migrado del conservadurismo a una postura reformista cercana a Francisco. Ha abogado por una Iglesia más tolerante con las personas LGBTQ+ y por enfrentar los desafíos modernos con creatividad, lo que le ha generado críticas tanto de progresistas como de tradicionalistas. Su imagen moderada y su perfil organizativo dentro del Vaticano podrían convertirlo en una carta intermedia.
En contraste, figuras como Peter Erdö (Hungría), Raymond Burke (EE.UU.) y Gerhard Müller (Alemania) representan el ala tradicional, opuesta a los avances doctrinales impulsados por Francisco. Burke ha sido especialmente crítico, oponiéndose a la comunión para divorciados, las uniones homosexuales y la sinodalidad. Müller, por su parte, ha acusado a reformistas como Grech de traicionar la doctrina. Erdö, más pragmático, ha sabido moverse con cuidado sin chocar abiertamente con el Papa, pero su conservadurismo es evidente.
Otros candidatos de peso, como Robert Prevost, Jean Claude Hollerich, Cristóbal López o Odilio Scherer, agregan diversidad geográfica y experiencias locales, desde América Latina hasta África del Norte. No obstante, sus posibilidades reales se ven limitadas por escándalos recientes o falta de proyección internacional.
El cónclave no solo decidirá quién se sienta en el trono de San Pedro, sino qué rumbo tomará la Iglesia: profundizar en la apertura a las periferias, los excluidos y las nuevas formas de vivir la fe, o intentar replegarse sobre los pilares de una tradición más rígida. Aunque el juego interno del Vaticano es tan opaco como cualquier elección geopolítica, una cosa es clara: el próximo papa no será ajeno a las tensiones del mundo actual. La Iglesia se juega su alma entre la inclusión y la nostalgia.
