Cosas Veredes
Bergoglio, el jesuita en el camino de la caridad
Ha muerto el Papa Francisco, el padre Jorge Bergoglio, el “porteño” obispo de Buenos Aires, sacerdote progresista que hubo de lidiar con los dictadores argentinos, primer latinoamericano en ocupar la silla de San Pedro y el primer líder de la Iglesia Católica surgido de las filas de la Compañía de Jesús. Tan solo por esos rasgos, el Papa Francisco marcó un hito en la historia del cristianismo.
Difícil afirmar ahora que significó un parteaguas en la Iglesia Católica porque aún no conocemos la profundidad de su influencia en los próximos años, pero sí podemos afirmar que Francisco señaló un camino fresco y esperanzador para los nuevos tiempos de la institución pública más antigua del mundo: el camino de la caridad y la promoción de justicia.
Desde su sorpresiva elección hace apenas doce años, cuando por primera vez un Papa tomó el nombre de Francisco, dio al mundo el claro mensaje de que el sello de su liderazgo sería, por un lado, la humildad del santo de Asís, y por otra la acción transformadora de los jesuitas. Y así fue durante toda su gestión papal, y en su tramo final, apenas en 2022, logró las reformas necesarias para buscar mayor horizontalidad y transparencia en el gobierno de la iglesia que descansa en la Curia Romana.
Sorprendió a todos cuando se negó a condenar a aquellos que la sociedad y muchas veces la propia Iglesia había estigmatizado por haber caído en pecado, según decían: los homosexuales, los divorciados, los que piensan diferente. “Quién soy yo para juzgarlos” respondió a aquella provocadora pregunta en un viaje a bordo de un avión, recordando que uno de los pilares de la fe católica es justamente la misericordia, que afirmaba “es una forma de vida que implica acoger a los demás con compasión y ternura”, como argumentó en 2015, en la bula Misericordiae Vultus (El rostro de la misericordia).
En su viaje a México dejó honda huella. Más allá de las chocantes comparaciones, la presencia de Francisco no llevó a las movilizaciones que cimbraron al país con Juan Pablo II, ni fue la presencia dogmática de Benedicto XVI, pero sí fue la prédica del pastor jesuita qué sin temor a las inercias rancias, buscaba rescatar los compromisos esenciales de la religión que representa.
En San Cristóbal de Las Casas, otra vez se pudo ver la hechura de la Compañía, cuando sin titubeo demandó solidaridad contra la injusticia y violencia que sufren los pueblos indígenas, demandó respeto al medio ambiente porque “la tierra gime y sufre dolores de parto” y exigió que se reconocieran los errores y exclusiones que se han cometido contra los indios.
Tal vez el mensaje que más se recuerda de Francisco en México fue el discurso pronunciado en la Catedral Metropolitana cuando afirmó que una labor de la Iglesia Católica consistía en lograr la justicia y la dignidad de todos los seres humanos y, para ello, los sacerdotes y prelados debían realizar su evangelización acercándose siempre a los pobres y marginados.
“Debemos cuidarnos de ser capellanes del poder y del dinero” dijo a los sacerdotes y obispos mexicanos reunidos aquel 12 de febrero en la Catedral. Y la opinión pública interpretó el mensaje como una dura crítica al entonces cardenal y arzobispo de México, Norberto Rivera, quien según se afirmaba, gustaba de la cercanía de los poderosos y la ostentación.
El papado de Francisco ha sido llovizna fresca sobre la vetusta Iglesia Católica, la institución que ha dado importantes cimientos de la civilización en el mundo y que hoy, como en cada época, ha requerido adaptarse a los nuevos tiempos, el aggiornamento obligado de cada etapa.
Tal vez Bergoglio ascendió al trono de San Pedro como respuesta a una necesidad histórica: un sacerdote formado en la orden eclesiástica de la Compañía de Jesús, que se ha dedicado a la educación, la ciencia, y la política cuando ha sido necesario, que vive y se desenvuelve en el seno de todas las expresiones, tiene experiencia y no teme a los cambios políticos y revoluciones, y que tuvo la valentía de luchar contra los tiranos.
Francisco se despide del mundo con el mensaje de su papado: sencillez, humildad y alejamiento del lujo, pues instruyó para que su funeral fuera austero. Y por la profundidad de esa congruencia podemos pensar qué en los tiempos por venir, sean quienes resulten ser sus sucesores, habrán de seguir en mayor o menor medida ese ejemplo y dejar atrás el boato que durante varias épocas fue un sello en los palacios de El Vaticano.
Y más allá de esa congruente sencillez, seguramente el mensaje más poderoso de Francisco sea la reivindicación de aquel apóstol que con solo una carta incluida en la Biblia recuperó el sentido esencial de la predicación de Jesucristo y, por lo tanto, la esencia de la doctrina católica: la carta del apóstol Santiago. En la explicación del padre Bergoglio: “la auténtica fe en Jesucristo se demuestra en la acción y el compromiso con la justicia social”, pues “porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también, la fe sin obras está muerta” (Stgo 2;26). Es el legado invaluable de Francisco, el Papa jesuita.
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