A tres meses de iniciado su segundo mandato, Donald Trump ha intentado relanzar su narrativa como “gran negociador” en medio de una realidad que contradice sus propias promesas. La guerra arancelaria con China, que comenzó como una estrategia de presión para equilibrar el comercio bilateral, se ha convertido en una carga económica con efectos colaterales tanto internos como globales. La reciente promesa de Trump de reducir “sustancialmente” los aranceles a las importaciones chinas —actualmente del 145%— no es solo un gesto de buena voluntad, sino una respuesta urgente a una economía que resiente los efectos de su política comercial.
El cambio de tono no es menor. Tras semanas de desplome en los mercados financieros y proyecciones del FMI que advierten un menor crecimiento del PIB global para 2025, Trump ha bajado la guardia. Frente a medios internacionales, insistió en que será “muy amable” en sus negociaciones con Pekín, aunque también dejó claro que, si China no coopera, él “fijará los términos del acuerdo”. La contradicción entre apertura y unilateralismo no es nueva, pero sí cada vez más evidente.
El secretario del Tesoro, Scott Bessent, reconoció que el conflicto con China es “insostenible” y que, aunque aún no se han iniciado negociaciones formales, se espera una desescalada. La admisión, hecha en una cumbre privada organizada por JPMorgan Chase, no es menor: ambos países mantienen una relación comercial prácticamente embargada, con aranceles superiores al 125%. La propia Casa Blanca ha intentado matizar el daño, asegurando que “se prepara el terreno” para un posible acuerdo.
Sin embargo, los daños ya están hechos. La aplicación generalizada de aranceles —no solo a China, sino a múltiples socios comerciales— ha alterado cadenas de suministro, encarecido productos básicos y generado incertidumbre para empresas clave del sector retail. Walmart, Home Depot y Target han presionado directamente a Trump para frenar el alza de impuestos a la importación, advirtiendo de un impacto directo en los consumidores estadounidenses.
El impacto de esta política comercial va más allá de los datos macroeconómicos. Internamente, Trump ha provocado tensiones con Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal. Tras semanas de ataques públicos —llegando a calificarlo de “gran perdedor”—, el mandatario reculó, asegurando que no tiene intención de despedirlo. Pero el mensaje está claro: Trump quiere que Powell baje las tasas de interés para compensar el freno económico que sus propias políticas han generado.
El trasfondo, como señala The Wall Street Journal, es que la marca Trump como negociador está en juego. Las promesas de grandes y rápidos acuerdos han sido reemplazadas por procesos lentos, escasa transparencia y resultados ambiguos. Ni Ucrania, ni Gaza, ni el comercio con China muestran avances significativos. Para sus asesores, Trump sigue siendo el autor de The Art of the Deal; para sus críticos, ha demostrado una marcada impaciencia por los detalles y una peligrosa inclinación al espectáculo sobre la sustancia.
Ian Bremmer, de Eurasia Group, resume el dilema: “La posición negociadora se debilita cuando buscas pelea con literalmente todo el mundo al mismo tiempo”. Mientras Trump intenta maquillar los efectos de su cruzada arancelaria con promesas de amabilidad y acuerdos inminentes, el balance es claro: el costo económico se siente, la confianza de los mercados flaquea y las soluciones siguen sin aterrizar.




