Desde que Elon Musk decidió meterse de lleno al “club de los salvadores de la patria” como parte del gobierno de Donald Trump, Tesla dejó de ser el auto cool que todos querían para convertirse en el coche que algunos prefieren vandalizar. La caída del 71% en sus ganancias durante el primer trimestre de 2025 no es un bache en el camino; es un socavón político-comercial con la cara de Musk en cada curva.
Mientras las ventas de vehículos se desploman un 13%, las acciones pierden más del 40% de su valor y los clientes abandonan la marca en mercados clave como California y Europa, Elon aún insiste en que el futuro de Tesla es “más brillante que nunca”. Spoiler: el sol no brilla igual cuando estás a la sombra del DOGE (Departamento de Eficiencia Gubernamental), su proyecto estrella en la administración Trump, tan querido por algunos como los recortes presupuestales en salud pública.
Las protestas no tardaron: concesionarios rayados, usuarios incendiando autos Tesla en redes sociales (y literalmente), y un descontento cada vez más palpable que convirtió al otrora genio tecnológico en un villano neoliberal para el progresismo estadounidense. Al parecer, al público no le hace gracia que su CEO favorito trabaje codo a codo con el arquitecto de una guerra comercial que elevó los aranceles automotrices al 145%.
La narrativa de Musk es que todo esto es un malentendido, que él solo quería eliminar el despilfarro estatal y que volverá a enfocarse en Tesla ahora que “el trabajo está prácticamente hecho” en DOGE. ¿El problema? Tesla no solo enfrenta boicots: también está perdiendo la carrera frente a competidores como BYD, Xpeng o Nio, que ofrecen autos más baratos, tecnológicos y –oh ironía– menos politizados.
En una jugada desesperada (o tal vez populista), Musk prometió robotaxis sin pedales, un modelo económico sin prototipo, y viajes sin conductor. La empresa sigue sin promesas firmes de ventas o producción, y los inversionistas escucharon todo esto entre dientes apretados y ojos en rojo: la compañía se tambalea, y ni siquiera los anuncios futuristas le devuelven el control del volante.
Tesla no solo está pagando el precio de la inflación y la guerra de aranceles; está pagando la factura política de un CEO que confundió el Capitolio con una sala de juntas. En la lógica Muskiana, el problema no es haber abandonado la nave insignia para capitanear el Titanic gubernamental, sino que los pasajeros no entienden su visión. Spoiler 2: sí la entendemos, Elon. Y muchos decidieron bajarse.




