En una nueva ofensiva política con sabor a déjà vu, Donald Trump firmó este lunes una orden ejecutiva con la que promete reducir drásticamente los precios de los medicamentos recetados en Estados Unidos. El decreto instruye a las farmacéuticas a alinear sus precios con los más bajos que se pagan por los mismos productos en otros países, invocando la polémica política de “nación más favorecida”.
Según lo declarado por el expresidente, las farmacéuticas tienen 30 días para aplicar reducciones de entre el 59% y el 90%, o enfrentarían medidas más severas. La amenaza incluye desde nuevos aranceles hasta la importación de medicamentos desde el extranjero o el endurecimiento de restricciones para la exportación. En palabras del republicano, “quien esté pagando el precio más bajo, ese es el precio que vamos a conseguir”.
Aunque la narrativa suene épica —y en redes sociales Trump la haya anunciado como una de las medidas “más importantes” de su gobierno—, los antecedentes no auguran un desenlace simple. Durante su primer mandato, el magnate impulsó una iniciativa similar enfocada en Medicare, pero fue detenida en tribunales tras un fallo que cuestionó el procedimiento regulatorio. La administración Biden no apeló la decisión, optando en cambio por avanzar con la Ley de Reducción de la Inflación, que ya contempla negociaciones de precios con farmacéuticas bajo esquemas graduales.
A pesar de que la medida suena a justicia económica, su implementación depende en gran medida de la voluntad de las compañías farmacéuticas, y enfrenta desafíos legales inminentes. Inversores y analistas mantienen reservas: las acciones de farmacéuticas inicialmente bajaron con el anuncio, pero luego se recuperaron al percibirse la fragilidad legal del decreto.
Trump sostiene que los estadounidenses son víctimas de un sistema injusto donde pagan, en promedio, el triple por medicamentos en comparación con otras naciones desarrolladas. Relató incluso el caso de un amigo que adquirió en Londres una inyección para adelgazar por 88 dólares, mientras que en EE.UU. se vende por 1,300. Un ejemplo que, aunque efectista, no sustituye el rigor normativo necesario para una reforma estructural.
El expresidente no perdió la oportunidad de señalar a la Unión Europea como culpable de obligar a Big Pharma a “hacer cosas brutales” para reducir precios en su territorio. Lo que para los europeos es política de salud pública, Trump lo reencuadra como una forma de presión que ahora él busca emular desde la Casa Blanca.
A la par, este nuevo decreto no detalla elementos clave: no se especifica si las medidas se aplicarán solo a Medicare y Medicaid, si afectarán a todos los medicamentos o solo a ciertas categorías, ni cómo se resolverán las disputas judiciales que previsiblemente surgirán. La falta de definiciones sólidas convierte el decreto en un arma política más que en una herramienta efectiva.
Trump afirma que esta medida traerá “justicia” al consumidor estadounidense. Sin embargo, las farmacéuticas argumentan que fijar precios a la baja limitaría su capacidad de innovación y desarrollo de nuevos tratamientos. La industria, que ha gozado por décadas de márgenes amplios bajo el argumento de la investigación médica, se prepara para una posible batalla legal, si es que las amenazas se materializan.
En este contexto, lo que queda claro es que la salud de los estadounidenses está siendo usada como plataforma electoral. Si bien la reducción de precios es una necesidad urgente —y largamente postergada—, usarla como bandera populista sin bases jurídicas firmes puede terminar nuevamente en letra muerta. La política de “nación más favorecida” suena bien en campaña, pero sin mecanismos de ejecución claros, podría quedarse, una vez más, en un gesto más simbólico que práctico.




