El nuevo uniforme obligatorio de Starbucks —camisa negra lisa y pantalones caqui, negros o de mezclilla— puede parecer un simple cambio estético, pero ha encendido una protesta laboral que expone tensiones mucho más profundas entre la dirección corporativa y sus empleados. Desde el 12 de mayo, más de 1,000 baristas en 75 tiendas de Estados Unidos han parado labores, denunciando no solo la imposición del código de vestimenta, sino una cultura de decisiones unilaterales que, aseguran, los excluye sistemáticamente de procesos clave.
Durante años, la cadena cultivó una imagen de autenticidad laboral: permitía ropa oscura sin mayor restricción bajo el emblemático delantal verde. Esta flexibilidad era vista como una señal de respeto a la individualidad de sus trabajadores. Hoy, la imposición de un código más rígido ha sido recibida como símbolo de una dirección que “ya no escucha”, en palabras de Paige Summers, barista en Maryland.
Para Starbucks, el cambio tiene una justificación corporativa. La empresa asegura que busca “una experiencia más coherente y acogedora” para los clientes. Incluso ofreció dos camisetas negras gratuitas a cada trabajador. Sin embargo, para quienes laboran en los pisos de venta, la medida llega sin haber sido discutida y tras años de negociaciones pendientes con el sindicato Starbucks Workers United, que ya presentó una queja formal ante la Junta Nacional de Relaciones Laborales por violación al principio de negociación colectiva.
La llegada de Brian Niccol como CEO en septiembre de 2024 parece marcar una nueva etapa de control estético y operatividad. Su iniciativa “Back to Starbucks” promete regresar a los valores fundacionales de la marca, pero en la práctica se ha traducido en mayor estandarización, simplificación del menú y ahora, uniformes homogéneos. ¿La paradoja? Mientras promueven ropa corporativa en portales internos, prohíben a los baristas usarla en su jornada laboral.
La protesta ocurre en un momento en que Starbucks enfrenta una caída en ventas, afectada por la baja afluencia en tiendas estadounidenses, tensiones comerciales en China y boicots en Medio Oriente. La empresa minimiza la huelga, afirmando que ha involucrado a menos del 1% de su personal y que más del 99% de las sucursales operaron con normalidad. Pero la percepción pública dice otra cosa. En redes sociales, baristas de otras cadenas y clientes habituales han expresado su apoyo, convirtiendo la protesta en un fenómeno de solidaridad laboral más allá de los lattes.
Más allá del uniforme, lo que está en juego es el modelo de gestión. El sindicato argumenta que este tipo de decisiones deberían surgir del diálogo, no del decreto. La reacción inmediata de los empleados evidencia que el malestar ya estaba latente y que decisiones aparentemente menores pueden detonar crisis mayores si no se construyen con participación.
Por ahora, la política de vestimenta solo aplica en Estados Unidos y Canadá. En México, donde Starbucks opera a través de Alsea, no hay confirmación oficial de que se adopte, aunque el debate ya ha prendido la mecha.
El caso Starbucks es más que una huelga por camisas negras. Es una advertencia: cuando las marcas sacrifican la participación por la estética, el costo puede ser más alto que un simple cambio de imagen. En tiempos donde la cultura empresarial importa tanto como el producto, subestimar la voz de los trabajadores puede volverse un error estratégico difícil de revertir.




