En una nueva escalada de acciones unilaterales contra el crimen organizado trasnacional, el gobierno de Estados Unidos impuso sanciones económicas y judiciales a dos altos mandos del Cártel del Noreste (CDN), organización criminal heredera directa de Los Zetas. Las medidas, anunciadas por la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC), colocan a Miguel Ángel de Anda Ledezma y Ricardo González Sauceda en la lista de “narcoterroristas significativos”, intensificando los mecanismos de persecución y bloqueo de bienes dentro del territorio estadounidense.
Esta designación no es simbólica. Al considerarlos narcoterroristas, la Administración Trump activa un nivel de intervención más agresivo —legal, financiero y diplomático— que equipara sus actividades con las de organizaciones armadas internacionales. En palabras del secretario del Tesoro, Scott Bessent, “la administración Trump hará que estos terroristas rindan cuentas”, subrayando que los delitos del CDN trascienden el narco tradicional para implicar tácticas de guerra contra civiles y fuerzas del orden.
El CDN ejerce una fuerte presencia en los estados de Tamaulipas, Coahuila y Nuevo León, con especial influencia en el corredor fronterizo entre Nuevo Laredo (México) y Laredo (Texas), donde se concentra una parte importante de su actividad logística. Según el gobierno estadounidense, las operaciones de esta organización incluyen tráfico de drogas, armas y personas, así como extorsión, secuestro, robo de hidrocarburos y lavado de dinero.
La sanción a De Anda Ledezma responde a su papel como operador logístico encargado de la adquisición de armamento en EE.UU., además de administrar pagos a testaferros y coordinar envíos a territorio mexicano. A González Sauceda, por su parte, se le identificó como el segundo al mando hasta su detención en febrero de 2025, siendo responsable de coordinar ataques armados contra fuerzas de seguridad mexicanas, incluyendo un ataque en agosto de 2024 que dejó dos militares muertos y cinco heridos.
Aunque los dos individuos ya estaban bajo vigilancia, las sanciones impuestas por el Departamento del Tesoro prohíben a ciudadanos estadounidenses mantener vínculos financieros o comerciales con ellos, y bloquean cualquier activo que pudieran tener bajo jurisdicción estadounidense. Este enfoque coordinado —que incluyó colaboración con la DEA, la UIF de México y autoridades nacionales— evidencia una estrategia de presión compartida, aunque los acentos mediáticos estén dominados por el enfoque estadounidense.
Cabe recordar que en marzo de 2022, el CDN atacó con armas y granadas el consulado de EE.UU. en Nuevo Laredo, tras la captura de uno de sus integrantes. Desde entonces, el grupo ha sido señalado como una amenaza directa a la seguridad nacional estadounidense.
Esta ofensiva legal ocurre en el marco del segundo mandato de Donald Trump, quien ha retomado con fuerza su narrativa de “guerra contra los cárteles”. Desde enero, su administración ha calificado a varios grupos mexicanos —entre ellos el Cártel de Sinaloa y el CJNG— como organizaciones terroristas extranjeras, abriendo la puerta a políticas de intervención más severas y controvertidas.
Más allá del gesto político, estas sanciones elevan la tensión diplomática entre México y EE.UU., pues mientras Washington avanza en designaciones unilaterales, el gobierno mexicano mantiene una postura más cautelosa, evitando replicar el lenguaje de “terrorismo” y privilegiando canales de colaboración bilateral menos disruptivos.
Con estas medidas, la administración Trump no solo refuerza su retórica electoral de “mano dura”, sino que también redefine los marcos de cooperación en seguridad con México. La narrativa cambia: ya no se habla solo de narcotráfico, sino de terrorismo transfronterizo. Y en esa narrativa, la frontera se convierte no solo en un espacio de tránsito, sino en un frente de guerra.




