Ni la selva artificial más protegida resistió la violencia que desangra a Culiacán. En una imagen que parece sacada de una distopía, más de 700 animales —entre ellos elefantes, tigres y aves exóticas— fueron evacuados del santuario Ostok, el más grande del país, ante una situación de inseguridad que, en palabras de su fundador Ernesto Zazueta, “ha convertido a Culiacán en un lugar inhabitable para todos”.
Durante cuatro años, Ostok Sanctuary funcionó como un refugio para víctimas del tráfico ilegal, el maltrato y el abandono animal. Con el respaldo de la Sedena y la Guardia Nacional, logró rescatar más de dos mil ejemplares. Pero la violencia estructural, lejos de menguar, se extendió al punto de imposibilitar incluso el traslado de alimento o personal al santuario, ubicado en La Campana, a 40 kilómetros de la capital sinaloense. La gota que derramó el vaso fue el robo a mano armada de un vehículo de rescate en febrero.
Zazueta lo resume sin rodeos: “Ni los animales están en paz”. La crisis no es nueva, pero se intensificó desde septiembre de 2024, tras la captura de Ismael “El Mayo” Zambada, lo que desató un enfrentamiento abierto entre facciones del Cártel de Sinaloa. Desde entonces, más de 800 negocios y casi un centenar de escuelas han cerrado sus puertas. Ahora, también lo hace un santuario.
La caravana de 15 tráileres y camionetas con remolques que trasladó a los primeros 100 ejemplares, incluidos los elefantes Big Boy y Bireki, hacia el Bioparc El Encanto en Mazatlán, fue custodiada por la Guardia Nacional. El nuevo hogar, un centro de turismo ecológico de 50 hectáreas, ofrecerá mejores condiciones para garantizar el bienestar animal. Aun así, el traslado completo tomará alrededor de un mes y la reapertura está prevista para agosto.
Aunque podría leerse como un acto desesperado, Zazueta lo describe como resistencia. “Este traslado no es una huida, es un acto de amor y dignidad”, declaró, comparándolo con una “Arca de Noé del siglo XXI” que no escapa del diluvio, sino de la violencia humana. Sus palabras, replicadas en medios y redes sociales, funcionan tanto como grito de alerta como testimonio íntimo de duelo: “Nos vamos dejando un sueño de un niño… pero no lo rompo, sólo le pongo pausa”.
Los testimonios no se limitan a la tragedia simbólica. Personal operativo, veterinarios y cuidadores fueron víctimas de extorsión, amenazas y agresiones, según el fundador del santuario. Las dificultades para ingresar al refugio durante los bloqueos y balaceras ya no sólo implicaban riesgos humanos, sino la imposibilidad práctica de garantizar atención básica a los animales.
El caso Ostok se suma a una cadena de consecuencias colaterales de la violencia que rara vez entran en la narrativa oficial de seguridad: no solo se pierden negocios, empleos o centros escolares, sino también proyectos de conservación únicos en el país. Este cierre visibiliza cómo la violencia no distingue especie ni causa.
La reubicación forzada de estos animales revela una geografía del abandono estatal: si un espacio con apoyo federal y relevancia internacional no puede sostenerse, ¿qué queda para el resto de las iniciativas ciudadanas que enfrentan el mismo contexto?
Zazueta mantiene la esperanza de volver algún día a Culiacán. Pero el mensaje más contundente es para las autoridades: “¿Qué esperan para tomar acciones? Vivir en Culiacán es horrible”. En una ciudad donde la vida —humana y no humana— parece estar en la línea de fuego constante, lo que se ha puesto en marcha no es sólo un éxodo animal, sino una metáfora brutal del desplazamiento por violencia en todas sus formas.
