Bajo presión
Casillas vacías, argumentos huecos
El deseo de que la elección del Poder Judicial fracase es, en sí mismo, una forma de sabotaje simbólico que exhibe la distancia creciente entre la clase política tradicional y la ciudadanía. No se trata de una diferencia de opiniones o de proyectos de nación, sino de una brecha profunda, en la que la participación popular es vista con sospecha, si no es que con abierto desprecio, cuando no favorece a los intereses de ciertos grupos. El domingo pasado, fuimos testigos no sólo de un ejercicio inédito, sino también del encono que genera cualquier intento de ensanchar los márgenes de la democracia.
A quienes participamos en la elección —ya sea como votantes, funcionarios o incluso como simples observadores interesados— nos llovieron insultos. En redes sociales, las descalificaciones abundaron: que si era una simulación, que si los resultados estaban escritos de antemano, que si el pueblo “no sabe elegir jueces”. Detrás de ese ruido no hay una crítica razonada ni una preocupación genuina por la calidad institucional, sino una reacción defensiva ante un cambio que trastoca privilegios históricos. La oposición partidista no parece interesada en promover la participación ciudadana, sino en deslegitimar cualquier proceso que no controle.
Lo más revelador no fueron los argumentos —porque casi no los hubo—, sino la manera en que se celebró el supuesto “fracaso” de la elección. Las imágenes de casillas vacías circularon como trofeos digitales, compartidas con entusiasmo por figuras públicas y operadores políticos, como si evidenciar una baja participación fuera suficiente para invalidar el esfuerzo colectivo. La política convertida en meme, la crítica sustituida por la burla.
Este tipo de actitudes reflejan una concepción profundamente elitista de la democracia. Sólo vale el voto cuando valida ciertos intereses; sólo cuenta la ciudadanía cuando vota “bien”, es decir, cuando responde a las expectativas de una oposición que se niega a replantear sus métodos y sus causas. En lugar de disputar el sentido del proceso y presentar argumentos de fondo —por ejemplo, sobre la independencia judicial o el diseño institucional—, se opta por ridiculizarlo. El cinismo ha reemplazado al debate.
El domingo fui a votar acompañado de mi hijo. Al llegar a la casilla una mujer que sólo conozco de vista nos recibió con un afectuoso “quihubo, vecinos”. Cuando recibí la decena de boletas para votar, la funcionaria de casilla me felicitó porque le expliqué a mi muchacho por qué eran tantas y qué cargos se iban a votar. Nadie me dijo nada por sentarme a votar con mi libreta de apuntes. Al terminar el proceso, un adulto mayor me preguntó que quién me había hecho el acordeón, le respondí que nadie, chasqueó la lengua y me dijo que él se quedó esperando a que le llegara uno y ya no se dio tiempo para investigar, me tomé unos minutos para explicarle las boletas que iba a recibir; cuando mi hijo preguntó quién era el señor, le dije que no sabía, pero que ese intercambio era mi forma de ayudar.
De regreso a casa le eché el brazo al hombro, le agradecí que me acompañara a votar y platicamos sobre el futuro, me sorprendió la certeza con que habló de la primera ocasión en que ejerza su voto, no habló de partidos ni personas, sino de la necesidad de cumplir con una responsabilidad. Mi hijo no me lee, por eso mismo me conmovió el que tenga tan desarrollada su idea acerca de la responsabilidad ciudadana. Me asombró también que estando expuesto al ruido de las campañas abstencionistas no repitiera una sola de las descalificaciones que escucha en los noticieros o programas que yo atiendo.
La elección ya fue, más allá del ruido, algo se tiene que hacer para promover el cambio de actitud cívica, la posibilidad de elegir a quienes integran el Poder Judicial —aunque aún limitada, perfectible, sujeta a revisión— abre una conversación necesaria sobre la apropiación ciudadana del Estado, no sólo se trata de elegir jueces, sino de cuestionar cómo se toman las decisiones, quién las toma y en nombre de quién. El rechazo visceral a esa posibilidad habla más de quienes se oponen que del proceso mismo.
La democracia no es cómoda, ni perfecta, ni pura. Pero si algo debería ser innegociable es el compromiso con ensancharla, no con sabotearla desde las trincheras del escepticismo interesado. Quienes hoy celebran las casillas vacías como si fueran una victoria, olvidan que, históricamente, las luchas democráticas comenzaron en plazas igualmente vacías, sostenidas por la convicción de que participar es resistir, aun cuando la indiferencia parezca ganar la batalla.
Todas las luchas democráticas comienzan con una conversación para explicar nuestras diferencias, para hallar las coincidencias, los cambios en el régimen mexicano nos comprometen con un cambio del diálogo, de nada sirve seguir anticipando derrotas, augurando apocalipsis y vociferar que todo está perdido.
Quizá lo que más incomoda a quienes hoy descalifican todo intento de transformación es que, aunque imperfecto, este proceso ha abierto la puerta para que más personas se reconozcan como parte activa del Estado, no como súbditos ni espectadores. La democracia no se agota en una jornada electoral ni se reduce a urnas llenas o vacías: se construye en esos gestos mínimos —explicar una boleta, acompañar a alguien a votar, agradecer el intercambio— que poco tienen que ver con el espectáculo del poder y mucho con la responsabilidad compartida. Si algo dejó claro esta elección, es que hay una ciudadanía dispuesta a implicarse, aún contra el ruido, aún contra el desprecio.
Coda. La democracia no fracasa cuando hay casillas vacías, fracasa cuando dejamos de creer que vale la pena llenarlas.
@aldan




