Hay algo profundamente inquietante en ver cientos de personajes queer poblando la pantalla y aún sentir que falta alguien. Las lesbianas, esas que supuestamente encabezan la sigla LGBT, siguen siendo las grandes ausentes de la cultura pop. O peor: cuando aparecen, lo hacen en clave trágica, sexualizada o completamente descafeinada. Como si la representación sáfica fuera aceptable solo bajo condiciones específicas: que excite, que no incomode, que muera al final.
En América Latina, el panorama ha sido particularmente árido. Hasta hace muy poco, los medios apenas mostraban personajes lésbicos, y cuando lo hacían, eran reducidos a clichés: la lesbiana ruda, la villana amargada, la “desviada” que había que corregir con amor heterosexual. Telenovelas y series apenas insinuaban historias sáficas que, o se desdibujaban con rapidez, o eran tratadas como enfermedad, crimen o fase. ¿El beso entre Juliantina (Juliana y Valentina) en Amar a muerte? Histórico, sí, pero también un oasis solitario en un desierto de décadas.
Y sin embargo, la cultura pop global no está exenta. Durante años, Hollywood nos dio lesbianas moribundas (Gia, Monster), relaciones fetichizadas para el male gaze (Blue Is the Warmest Color) o personajes queer que desaparecían misteriosamente cuando se trataba de desarrollar tramas complejas (The L Word: Generation Q, cancelada tras tres temporadas sin el impacto esperado). Incluso cuando hay representación, esta suele estar mediada por estéticas hegemónicas: blancas, flacas, jóvenes y de clase media. Las lesbianas negras, gordas, mayores o discapacitadas apenas existen en el imaginario audiovisual.
La guionista y activista Jen Richards lo explica así: “Cuando hay tan pocos personajes, cada uno de ellos carga con el peso de representar a toda una comunidad. Pero las lesbianas no han tenido ni siquiera ese mínimo de presencia regular”. Y eso tiene consecuencias: niñas y adolescentes sáficas crecen buscando espejos en villanas animadas, brujas glamorosas o amistades intensas que solo se atreven a sugerir lo que no pueden decir.
Eso sí, han existido excepciones que marcaron a toda una generación. Personajes como Santana López en Glee, Casey y Izzie en Atypical, el romance entre Cheryl y Toni en Riverdale, o las historias de Portrait of a Lady on Fire y Rafiki han ofrecido narrativas donde el deseo entre mujeres no es tragedia ni fetiche, sino vida cotidiana, política, resistencia. En el mundo hispano, Vis a Vis y Veneno abrieron pequeñas grietas en la representación, pero los espacios realmente constantes siguen viniendo de producciones independientes o contenido generado por las propias lesbianas en redes sociales.
El problema no es solo de número, sino de profundidad. Como explica la investigadora Carla Cerna: “La representación lésbica suele estar marcada por el consumo masculino o por el discurso gay masculino, que impone sus marcos incluso al contar otras experiencias”. Y esto se agrava cuando los medios que abogan por la diversidad siguen centrándose en hombres gays como sinónimo de lo LGBT. Basta revisar la cartelera del Pride Month en Netflix, Spotify o cualquier medio masivo: la visibilidad lésbica es marginal.
Peor aún, cuando la palabra “lesbiana” incomoda o es reemplazada por etiquetas como “sáfico” o “WLW” (women loving women), que si bien pueden ser útiles para matizar experiencias, también diluyen una identidad históricamente estigmatizada. Nombrarse lesbiana sigue siendo incómodo para la industria, y eso dice más del sistema que de las identidades.
Porque no se trata solo de ver lesbianas en pantalla, sino de verlas como son: diversas, imperfectas, políticas, deseantes, alegres, complejas. Lo demás es solo simulacro inclusivo. Y ya no alcanza con guiños o personajes secundarios. Las lesbianas existen, crean, producen, escriben y gritan desde los márgenes. Lo mínimo es que se les vea sin filtro y con foco.




