Hay cosas que no deberían regresar nunca con nombre nuevo y mala actitud. Una de ellas es el COVID-19, que reaparece en el radar mediático con una subvariante que, si no fuera por el apodo, pasaría casi desapercibida. Se trata de la NB.1.8.1, mejor conocida como “Nimbus” —como si J.K. Rowling le pusiera nombre a una nueva pesadilla viral—, o más popularmente, el “COVID garganta de cuchilla”, debido al dolor de garganta extremadamente agudo que provoca. No es broma: pacientes en Reino Unido, India y otras regiones han descrito la sensación como “cuchillas bajando por la tráquea”.
Ahora bien, que no cunda el pánico (ni las cadenas de WhatsApp). Aunque el apodo suena a arma blanca bacteriológica, los expertos y la Organización Mundial de la Salud (OMS) coinciden en que no hay evidencia de que esta variante cause una enfermedad más severa que sus predecesoras. El aumento de casos ha sido notorio especialmente en el sudeste asiático, el Pacífico occidental y la región del Mediterráneo oriental, donde a mediados de mayo la variante ya representaba cerca del 11% de las muestras genómicas analizadas, según la OMS. Es decir: sí circula, pero no con el ímpetu catastrófico de 2020.
En Estados Unidos, la detección de casos en aeropuertos como los de California, Nueva York, Virginia y Washington ha encendido ciertas alertas, más por prevención que por gravedad. Y si bien hay un repunte de hospitalizaciones en algunos países del Pacífico occidental, la evidencia disponible no vincula directamente esta alza con un comportamiento más agresivo de la subvariante.
Los síntomas de Nimbus son, en esencia, los de siempre: fiebre, tos, escalofríos, disnea, pérdida del gusto u olfato… con la añadidura punzante del dolor de garganta “estilo licuadora”. No es bonito, pero tampoco es apocalíptico. Más aún, las vacunas actuales siguen siendo efectivas frente a esta subvariante, según confirma la OMS. Lo cual nos lleva al personaje secundario más inquietante de esta película: Robert F. Kennedy Jr.
El secretario de Salud de Estados Unidos —y conspicuo antivacunas reconvertido en funcionario— declaró recientemente que las vacunas contra el COVID-19 ya no deberían administrarse a niños sanos ni mujeres embarazadas. Una sugerencia que fue desmontada rápidamente por epidemiólogos y expertos en salud pública, quienes advirtieron que estas declaraciones podrían mermar peligrosamente la confianza en los esquemas de vacunación.
Así, mientras la ciencia insiste en que la vigilancia debe continuar sin caer en alarmismos, la desinformación gana titulares. El caso de Nimbus —o como le dirían en Hogwarts, Sore-throat Maxima— ilustra cómo incluso una variante con bajo impacto clínico puede convertirse en un fenómeno viral (literal y mediáticamente) si se le pone un nombre lo suficientemente inquietante y se le suma una declaración irresponsable desde una oficina gubernamental.
Por ahora, no se requiere más que monitoreo, vacunación vigente y evitar dramatismos. El COVID, aunque menos notorio, sigue entre nosotros. Y aunque no nos corte el aliento como antes, aún puede hacernos tragar saliva con dificultad.




