En México ya no se necesitan espías de sombrero y micrófono oculto: basta una ley redactada de madrugada y votada al amanecer para convertir la vigilancia en política de Estado. La nueva Ley del Sistema Nacional de Investigación e Inteligencia en Materia de Seguridad Pública, impulsada por la presidenta Claudia Sheinbaum y aprobada por la mayoría oficialista en la Cámara de Diputados, abre las puertas a un sistema centralizado de recolección y análisis de datos personales, públicos y privados, sin controles judiciales efectivos. La plataforma, gestionada por el Centro Nacional de Inteligencia y vinculada con las instituciones de seguridad como la Sedena, FGR y SSPC, permitirá acceder a datos biométricos, fiscales, vehiculares, telefónicos, bancarios, de salud, registros catastrales, inmobiliarios y hasta padrones políticos. También obliga a los particulares que tengan sistemas de inteligencia o bases de datos a compartirlos con el Estado.
La iniciativa llegó al pleno con una versión completamente distinta a la discutida previamente en comisiones: de 20 artículos pasó a 52, y de tres mil palabras a más de trece mil. Según la diputada priista Xitlalic Ceja, se trató de una sustitución total entregada informalmente por chats, lo que impidió un análisis serio. A pesar de las protestas, Morena, PT, PVEM y Movimiento Ciudadano sumaron 368 votos a favor frente a 101 en contra del PAN y PRI. La madrugada del jueves, se aprobó en lo particular con 324 votos, lo que significa su paso al Senado para revisión. La diputada morenista Sandra Anaya defendió la medida como una herramienta moderna para combatir el crimen, dotando al secretario de Seguridad Omar García Harfuch de facultades ampliadas. Pero para la oposición, esta ley institucionaliza el espionaje. “Es un mecanismo para justificar el control y desnudar la vida de los mexicanos”, alertó la panista María Elena Pérez-Jaén.
Las críticas no vienen solo desde los partidos opositores. Organizaciones como R3D, en voz de su director José Flores, han denunciado que la legislación abre paso a una infraestructura de vigilancia sin precedentes. Según explicó en Aristegui en Vivo, la ley permite que incluso el Ejército intervenga comunicaciones sin supervisión judicial, lo que convertiría a la Sedena en una entidad con su propio sistema autónomo de inteligencia. El ministro en retiro de la SCJN, José Ramón Cossío, coincidió: advirtió que se le otorgan a las fuerzas armadas capacidades que escapan a cualquier contrapeso democrático. A esto se suma la posibilidad de acceder a información sensible bajo criterios amplios y ambiguos como “seguridad nacional” o “delitos de alto impacto”, categorías que, históricamente, han sido utilizadas para justificar abusos. Lo aprobado deja al Estado con la posibilidad de observar sin ser observado, recolectar sin pedir permiso, y clasificar sin responder a nadie. Y si algo caracteriza a las democracias deterioradas es precisamente eso: un Estado que acumula herramientas para controlar, no para rendir cuentas.
Morena y aliados insisten en que la intención es prevenir delitos, detectar patrones, anticiparse a amenazas. Pero el problema no está en lo que se dice que hará la ley, sino en lo que puede habilitar sin controles efectivos. La oposición denuncia que los cambios no fueron debatidos con seriedad, que hubo errores técnicos en las adendas y que se permitió que intereses del Ejecutivo dictaran los tiempos y formas del Legislativo. Las escenas en el pleno –diputados insultándose, mostrando fotografías personales, y descalificándose mutuamente– reflejaron más un ejercicio de poder que una deliberación democrática. Mientras eso ocurría, se aprobaba una ley que entrega al gobierno la capacidad de mirar a todos lados sin ser visto, bajo el argumento de “anticiparse al delito”.
La presidenta Sheinbaum no quiere un INE incómodo, una prensa crítica ni una sociedad que cuestione su narrativa. La nueva Ley de Inteligencia parece responder a esa lógica: institucionaliza la vigilancia bajo una retórica de prevención, pero sin los límites que exige un verdadero Estado democrático. Si el gobierno puede saberlo todo de todos sin justificación judicial, el problema ya no es solo la seguridad, sino la libertad. Porque en México ya no hace falta censurar: basta con saber quiénes disienten, dónde están y con quién hablan. El espionaje ya no es un escándalo: es política pública.




