Si en política internacional existiera una playlist de éxitos repetidos, la actual disputa comercial entre Estados Unidos y Canadá bien podría titularse “Aranceles, round 2”. Donald Trump, fiel a su estilo combativo, anunció el viernes pasado —vía Truth Social— la suspensión inmediata de las negociaciones comerciales con Ottawa, en respuesta al nuevo impuesto digital canadiense que grava a gigantes tecnológicos como Google, Meta, Amazon y Apple.
La medida canadiense, que entrará en vigor este 30 de junio y se aplicará retroactivamente desde 2022, establece una tasa del 3% a los ingresos generados por servicios digitales en Canadá para empresas que superen los 1,100 millones de dólares canadienses en ingresos globales y 20 millones en Canadá. El ministro de Finanzas François-Philippe Champagne justificó el gravamen como parte de la política fiscal nacional y de las conversaciones con Washington, apuntando a una recaudación proyectada de más de 4,200 millones de dólares en cinco años.
La reacción del presidente estadounidense fue inmediata y virulenta. Trump calificó el impuesto como un “ataque directo y flagrante” contra EEUU y anunció que, además de romper relaciones comerciales con Canadá, impondrá nuevos aranceles cuyo detalle será comunicado en los próximos días. Entre líneas, no solo se percibe una preocupación por la carga fiscal a las tecnológicas —históricamente protegidas por su administración—, sino también un mensaje político de fuerza hacia sus votantes y socios del G7.
El trasfondo no es menor. Trump acusó a Canadá de replicar políticas de la Unión Europea, con quien también mantiene fricciones fiscales, y revivió viejas quejas: mencionó los aranceles de hasta 400% que Canadá impone a productos lácteos estadounidenses, y los anteriores conflictos por acero, aluminio y automóviles. Vale recordar que durante su primer mandato ya había impuesto gravámenes del 25% a varios productos canadienses, muchos de los cuales aún están vigentes si no cumplen con los requisitos del T-MEC.
A pesar del tono unilateral y final de Trump, el primer ministro canadiense Mark Carney se ha mostrado más conciliador. Declaró a la cadena CBC que su gobierno continuará con las “complejas negociaciones” por el bien de los canadienses, aunque no ha sostenido comunicación directa con el presidente estadounidense desde el anuncio.
La tensión añade un nuevo obstáculo al ya frágil equilibrio del comercio en América del Norte. Si bien el T-MEC sigue vigente, la incertidumbre sobre posibles represalias cruzadas genera inquietud en los mercados. Tras el anuncio, el dólar estadounidense se apreció 0.7% frente al canadiense, mientras que el índice Nasdaq, especialmente sensible a temas tecnológicos, cerró a la baja, al igual que el S&P 500, que revirtió su tendencia alcista.
En este contexto, el secretario del Tesoro, Scott Bessent, reconoció que Estados Unidos no cerrará todos sus acuerdos comerciales antes del 9 de julio, fecha límite para la entrada en vigor de muchos de los nuevos aranceles impulsados por Trump. Aunque se han alcanzado compromisos con Reino Unido y China, Canadá quedó fuera de esa lista.
Este nuevo episodio refuerza una constante en la agenda de Trump: utilizar el comercio como arma geopolítica. Pero también plantea una pregunta clave para la región: ¿cuánto margen queda para la cooperación económica si la diplomacia se gestiona a golpe de post en redes sociales? Mientras Washington afina su próximo movimiento y Ottawa evalúa su respuesta, el futuro del comercio bilateral parece más sujeto al humor del algoritmo que a los tratados firmados.




