Separar al artista de la persona no es complicado, es necesario.
Especialmente en tiempos donde las reflexiones alrededor del feminismo y los derechos humanos nos han enseñado a mirar con otros ojos la violencia, el abuso y el desprecio por los más vulnerables.
Pablo Neruda, ese poeta que tantas veces hemos citado en bodas, en funerales o en cursis estados de Instagram, simplemente no era una buena persona. ¿Y si dejamos de romantizarlo un ratito para analizarlo con los lentes de nuestro tiempo?
Neruda, el violador
Hablemos primero del hecho más brutal: Neruda admitió en sus memorias haber violado a una trabajadora doméstica tamil en Ceilán (hoy Sri Lanka) en 1929. Así, sin pudor, describió cómo la forzó pese a su evidente miedo. En NPR así rescatan el dato:
‘Decidí irme con todo, la agarré con fuerza de la cintura…y el encuentro fue como si un hombre se topara con una estatua’, escribió Neruda en su memoria, la que se publicó en 1974, un año después de que murió de cáncer.
La pieza de NPR de John Otis describe algo común de este tipo de admisiones: pasó desapercibida y finalmente fue retomada durante el #MeToo en Chile.
El poeta abandónico
Luego está la historia de su hija, Malva Marina, que nació con hidrocefalia. Neruda no solo la abandonó, también la invisibilizó. Vivió sus últimos años en pobreza, lejos del padre que tanto alardeaba del amor en sus versos. La madre de Malva relató cómo Neruda no enviaba dinero ni mostraba interés alguno.
La memoria es selectiva: ser un gran artista no justifica todas tus acciones. John Lennon golpeaba mujeres, Picasso se burlaba del consentimiento, y Neruda dejó un historial digno de cancelación.
Quizá sea hora de debatir con más honestidad si celebramos sus obras con la misma devoción de siempre… o si, al menos, ponemos un asterisco cada vez que recitamos sus versos.
