El arte como expresión de la dignidad funcional humana
Hablando de discapacidad con Ricky Martínez
“En el arte debemos caber todos”, me dijo el maestro José Ángel Luna Pedroza, director de la compañía Trashumantes Danza Contemporánea, mientras conversábamos en un camerino improvisado en la Casa de la Cultura de Calvillo, minutos después de una exitosa presentación de El viaje infinito en la plaza principal de ese municipio. Y tenía razón. Lo que presenciamos no fue sólo una obra dancística, fue una declaración profunda sobre la inclusión, la diversidad funcional y la potencia del arte para transformar percepciones.
Sobre el escenario se tejió una danza valiente y conmovedora entre cuerpos que bailan desde distintas formas de experimentar el mundo: bailarines profesionales y personas ciegas compartiendo el mismo lenguaje, el del movimiento. No fue una “puesta inclusiva” para aplaudir desde la compasión, fue una obra genuinamente artística que partió de la diferencia para construir una estética poderosa. La discapacidad no fue un tema: fue presencia, fue forma, fue fuerza creativa.
El viaje infinito no nació de la noche a la mañana. Su origen se remonta a más de una década de trabajo sensible y progresivo del maestro Luna Pedroza, quien me compartió que esta pieza representa una evolución no sólo artística, sino personal y colectiva. Me explicó que en sus inicios la compañía trabajó con personas con discapacidad física desde una perspectiva más instructiva. Pero con el tiempo, el enfoque cambió. La sensibilidad creció. El arte dejó de ser herramienta para convertirse en lenguaje, y la discapacidad dejó de ser obstáculo para transformarse en posibilidad.
La obra es una invitación abierta a imaginar un escenario donde todas las corporalidades tienen cabida, donde la ceguera no resta capacidad expresiva sino que agrega matices y formas nuevas de sentir y comunicar. Y eso lo entendieron bien también los bailarines profesionales, como Meredit Terrones, con quien también tuve oportunidad de conversar.
Meredit se integró al montaje cuando la puesta ya había iniciado funciones. No vivió el proceso completo de adaptación desde el principio, pero me compartió que eso, lejos de dificultarle la experiencia, le permitió vivirla con un alto impacto personal. “Fue algo energético, me retó como artista”, me dijo. Confesó que en un principio creyó que serían los bailarines ciegos quienes tendrían que adaptarse al ritmo y técnica de los videntes, pero descubrió lo contrario. “Nosotros, los de trayectoria, fuimos quienes tuvimos que reaprender. Aprendimos de ellos, de su forma de percibir el tiempo, el espacio, el cuerpo”, explicó. Para ella, esta experiencia más que una lección artística, fue una toma de conciencia profunda.
Y luego está José de Jesús Martínez, conocido como Pepechuy, persona ciega y bailarín integrante de la obra. Su voz, cargada de honestidad y emoción, dejó en claro que El viaje infinito fue para él más que una experiencia escénica. “Agradezco poder expresar mi sentir y mi funcionalidad a través del arte”, me dijo. Para él, el escenario es un lugar donde puede compartir lo que es, sin filtros, sin barreras. “Gracias a esta danza, mis compañeros y el público se ponen en nuestros zapatos. Nos entienden desde lo sensorial, no desde la lástima”, expresó con una claridad contundente.
Y esa es precisamente la esencia del arte cuando se lo entiende desde una perspectiva de derechos humanos: un espacio para expresar la dignidad funcional de todas las personas. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU, ratificada por México en 2007, establece en su artículo 30 el derecho a participar en la vida cultural y artística en igualdad de condiciones. Pero entre el papel y la realidad aún hay un largo trecho.
Datos del INEGI (2020) revelan que más del 65 % de las personas con discapacidad en México no acceden regularmente a actividades culturales. Las causas son múltiples: desde barreras arquitectónicas y comunicacionales, hasta la falta de formación artística accesible. Y lo peor: la indiferencia. Aún son pocos los programas que contemplan la discapacidad como una dimensión creativa legítima, y menos los que integran a personas con discapacidad como protagonistas del quehacer cultural.
No obstante, existen proyectos como el de Trashumantes Danza Contemporánea que demuestran que otro arte es posible. Esta compañía, desde Aguascalientes, nos recuerda que la inclusión no debe ser decorativa ni secundaria. Que cuando se crean condiciones de participación real, los cuerpos históricamente excluidos no sólo participan: enriquecen, reinventan y conmueven.
Casos similares han surgido también en otras partes del país y del mundo. La compañía Seña y Verbo, pionera en teatro en lengua de señas mexicana; Teatro Ciego, en Argentina, que trabaja con oscuridad total para generar experiencias sensoriales únicas; o Danza Mobile, en España, donde personas con discapacidad intelectual transforman la danza contemporánea desde sus propias corporalidades. Todos ellos comparten un principio: el arte no es exclusivo, es expansivo.
La experiencia de El viaje infinito nos plantea una verdad que incomoda a los modelos tradicionales de producción artística: la excelencia no está reñida con la diferencia. Al contrario, muchas veces nace de ella. El reto está en que instituciones, formadores y gestores culturales comiencen a derribar prejuicios y construyan espacios más equitativos, diversos y accesibles.
El arte tiene un poder único para sensibilizar, para generar empatía, para desmantelar estereotipos. Cuando una persona con discapacidad baila, actúa, escribe o pinta, no lo hace “a pesar de su condición”; lo hace desde ella, y eso lo convierte en un acto político, una afirmación de su derecho a ser, a estar, a crear.
El viaje infinito no es sólo una obra. Es un recordatorio. Una invitación a mirar el arte con otros ojos, con otros sentidos. Porque el arte no necesita ver para hacernos ver. Y en ese viaje, todos y todas, sin excepción, tenemos un lugar.
Contacto: rmartinezgo87@gmail.com




