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sábado, diciembre 6, 2025

Tener veinte es sentir que ya es tarde

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Tener veinte años me arde como una herida abierta, es una sensación infinita de estar parada en el borde de un acantilado sin saber si lo que viene es el vuelo o la caída al abismo. Es la edad de la contradicción pura, donde cada mañana despierto con la certeza de que no sé nada y, al mismo tiempo, con la convicción arrogante de que entiendo el mundo mejor que nadie. Sylvia Plath escribió en sus diarios: “tengo veinte años y ya siento que he desperdiciado mi vida”, y es precisamente esa angustia existencial que me atraviesa cuando me doy cuenta de que mi infancia ha muerto definitivamente y que la adultez se presenta como un túnel transitorio hacia ese territorio hostil, lleno de responsabilidades que no pedí y decisiones que parecen definitivas cuando aún no sé, y quizás nunca lo sabré, quién soy.

 

Los veinte también me parecen la década de la desesperación más grotesca y seductora, de sentir que cada día que pasa sin una revelación extraordinaria es un día perdido para siempre. Es la época en que leo a grandes autoras latinoamericanas, veo cine vanguardista en blanco y negro y películas sobre veranos eternos y coming-of-age que me generan esa necesidad de querer lanzarme a una carretera sin rumbo. Son esos años donde las palabras de Rimbaud se repiten cada cinco días: “hay que ser absolutamente moderno”, y que inmediatamente después me pregunto: ¿moderna de qué manera? La modernidad de los veinte me parece que es un caos brillante, una búsqueda constante de autenticidad en un mundo que me enseña a ser cualquier cosa menos yo misma y al mismo tiempo, estoy condenada a la angustia de la libertad, a lo Sartre, solo que a los veinte esa libertad se siente más como unas cadenas que como un regalo.

 

Sin embargo, también hay algo adictivo en habitar esta incertidumbre. Nunca más estaré tan viva como ahora, tan receptiva al mundo y a sus posibilidades infinitas. Jamás sentiré con tanta intensidad la injusticia, el amor, la rabia, la esperanza. Es como si tuviera la piel abierta y los nervios expuestos a cada estímulo con una sensibilidad que roza lo insoportable. Cuando veo las noticias, cuando leo sobre la guerra, la pobreza, la destrucción del planeta, siento una ira tan pura que me quema por dentro, una necesidad urgente de hacer algo, de cambiar todo, de escribir todos los versos posibles contra la crueldad del mundo y, al mismo tiempo, con una ternura cálida, me enamoro con la facilidad de quien descubre el amor por primera vez, cada semana, cada mes, de personas, de ideas, de libros, de películas, de palabras extrañas, de poemas, de canciones que me parecen la respuesta a todo.

 

Los veinte son la edad de los extremos, donde no existe el término medio. O estamos salvando el mundo o estamos completamente perdidos; o esa persona que conociste ayer es tu alma gemela o es la representación de lo peor; o ese libro que leíste la semana pasada cambió tu vida para siempre o no valía ni el papel en que estaba impreso. Virginia Woolf hablaba sobre esta intensidad cuando escribía sobre las olas de la conciencia, esa manera en que los pensamientos y emociones nos golpean sin previo aviso, nos arrastran y nos devuelven a la orilla completamente transformados.

 

Esta es la década de ensayar maneras de ser, de probarnos diferentes personalidades como si fueran prendas en un closet eterno. Un día soy una revolucionaria marxista, al siguiente una existencialista francesa fumando un cigarro en un café pequeño en el centro de la ciudad y después me convierto en una romántica escribiendo poemas de amor y erotismo a medianoche.

 

Cambiamos de opinión sobre nosotros mismos con la frecuencia de quien cambia una prenda por otra, y eso está bien, está más que bien, es necesario. Pessoa decía que “no soy nada, nunca seré nada, no puedo querer ser nada, pero tengo en mí todos los sueños del mundo” y precisamente así, la década de los veinte, es exactamente eso: tener todos los sueños del mundo y la angustia paralizante de no saber cuál elegir.

 

En esta década vivimos en un estado infinito de contradicción emocional. Nos sentimos perdidos y encontrados al mismo tiempo, aburridos y fascinados, desesperanzados y llenos de expectativas. Parece que quiero llorar todo el tiempo, pero a la vez quiero reír hasta que me duela el cuerpo, quiero sentir todas las emociones posibles en su espectro más amplio, desde la melancolía más profunda hasta la euforia más desvergonzada, como si fuera la última oportunidad de experimentar la vida con esta intensidad cruda y sin filtros.

 

Hay algo en los veinte que nos permite jugar con nuestros modos de vida de una manera que jamás volveremos a tener. Estoy en la cocina, con la mano extendida hacia una mandarina, y de repente me detengo, paralizada por la certeza absurda de que incluso ese acto tan cotidiano e inofensivo podría alterar o modificar algo en todo el resto de mi vida. La vuelvo a dejar con el resto de las frutas y mejor tomo la manzana que está a punto de podrirse, porque me pregunto si dejarla ahí, permitir que el tiempo y el ciclo de la vida hagan de las suyas, repercutirá incluso en la mía. Luego me arrepiento de todo, me río de mi propia teatralidad ante una fruta, pero también me pregunto por qué cada decisión en esta edad me parece que tiene más peso que las que tomaré a los cuarenta o a los cincuenta. Después pienso que incluso ese pensamiento es injusto, porque cada época trae y carga consigo su propia incertidumbre, sus propios terrores existenciales, sus propias mandarinas y manzanas, pero los veinte tienen esta particularidad cruel: nos permiten experimentar tanto, cambiar tanto, reinventarnos con tanta frecuencia, que cada elección se siente como una trampa en el camino que nos llevará a destinos completamente diferentes. Lloramos por todo y por nada, nos enamoramos del primer extraño que nos sonríe en la calle y después nos convencemos de que somos la peor persona del mundo por haber pensado en alguien más mientras estábamos enamorados de la anterior.

 

Joan Didion escribió que “tenía veinte años y pensaba que la vida era una emergencia perpetua” y me parece que tenía razón, porque a los veinte está la sensación de que todo es urgente, todo es vital, todo es cuestión de vida o muerte y tal vez esa urgencia, esa sensación de que cada momento importa demasiado, sea exactamente lo que necesitamos para eventualmente encontrar nuestro lugar en el mundo.

 

Tal vez perderse tan completamente a los veinte sea la única manera de encontrarse realmente a los treinta y llegar a los cincuenta. Tal vez toda esta confusión, este caos hambriento, esta desesperación llena de esperanza, sea exactamente lo que necesitamos para construir una vida que valga la pena porque nunca más tendremos tanto tiempo para perdernos, nunca más seremos tan valientes en nuestra vulnerabilidad, nunca más estaremos tan dispuestos a darlo todo y perderlo todo sabiendo que, al final, quizás no importe tanto como creemos.

Vía Tercera Vía

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