Cada paso sobre el asfalto, cada plaza que cruzamos, forma parte de una geografía del poder cuidadosamente diseñada para moldear nuestros comportamientos, dirigir nuestros movimientos y, si es necesario, contener nuestras rebeldías. La ciudad no es solo el escenario de nuestra vida cotidiana, es, ante todo, una herramienta de control social que opera de forma tan sutil que rara vez notamos su presencia.
Michel Foucault explicó que el poder no solo se impone desde arriba, sino que también se infiltra en la organización misma del espacio, creando dispositivos de disciplinamiento. Las calles, los parques, los semáforos, no son neutros, son, más bien, dispositivos y estrategias que controlan flujos humanos, establecen jerarquías y permiten vigilancia constante. Henri Lefebvre, al hablar del derecho a la ciudad, decía cómo las élites políticas y económicas se apropian del espacio urbano para imponer sus lógicas y desplazar a quienes lo habitan.
Un ejemplo historico de nuestro contexto es la Plaza de las Tres Culturas. El 2 de octubre de 1968, el diseño mismo de ese lugar, rodeado de edificios altos, con pocas salidas facilitó que el Estado encerrara y masacrara a los estudiantes. Las calles estrechas condujeron a los manifestantes hacia un punto sin escapatoria y la plaza funcionó como un anfiteatro del horror.
Esta lógica de control y vigilancia no desapareció, sino que se refinó. El Parque Rojo, en Guadalajara, es un caso reciente de cómo el espacio urbano puede ser manipulado para ejercer control. Por años fue un punto clave de encuentro ciudadano donde se encontraban ferias feministas, memoriales, protestas, expresiones culturales. Era territorio apropiado por la ciudadanía. En abril de 2025, el Ayuntamiento de Guadalajara clausuró el parque de forma repentina, argumentando una “remodelación urgente” para preparar el FIFA Fan Fest del Mundial 2026. Sin aviso previo, colocaron un cerco metálico y cerraron el acceso. Lo más grave fue que las obras comenzaron sin dictamen de intervención aprobado, mostrando que el control del espacio público puede operar incluso por fuera de los marcos legales.
Este cierre no fue un hecho aislado. David Harvey, geógrafo urbano, señala que la lucha por el espacio es una lucha de clases. Las élites no solo concentran riqueza, también deciden quién puede estar dónde y bajo qué condiciones. El urbanismo moderno (heredero de las reformas haussmanianas que cortaron los barrios obreros de París con amplias avenidas para facilitar el paso del ejército) responde a esa misma lógica de fragmentación y control.
Desde otra perspectiva, Jane Jacobs defendía un urbanismo vivo, diverso, vigilado por quienes lo habitan, no por cámaras ni policías. Sus ideas apuntaban a resistir la tendencia hacia ciudades planificadas para vigilar, aislar y contener.
En México, solo con observar el paisaje urbano podemos reconocer esta arquitectura del miedo. Las plazas públicas se sustituyen por centros comerciales y son espacios privados donde cualquier acto político puede ser reprimido o expulsado. Las calles cerradas, los fraccionamientos amurallados, los accesos restringidos se han convertido en la norma. Se fragmenta el tejido urbano para dificultar el encuentro, la organización, la solidaridad.
Cada camellón, cada barda, cada obra “de embellecimiento” encubre una lógica de control. La seguridad de las élites pesa más que el derecho ciudadano a habitar la ciudad libremente. Se construye así una urbe donde el orden se impone desde el diseño, y donde cualquier intento de apropiación colectiva puede ser desactivado con una remodelación, un cerco metálico o una reconfiguración del espacio.
Disputar el derecho a la ciudad no es un acto simbólico, sino también es una necesidad urgente. En cada parque cercado, en cada manifestación reprimida, en cada espacio que nos arrebatan bajo el pretexto de modernización, se juega mucho más que una remodelación urbana, sino que se juega nuestra posibilidad de encuentro, de expresión, de libertad.




