Mañana tras mañana repetimos un ritual antiguo y no nos damos cuenta. Abrimos los ojos y, antes de que el café esté listo, miramos una pantalla que nos dice qué escuchar, a quién prestar atención, qué ruta tomar. No pensamos que sea algo especial, nos parece más bien un gesto tan común como lavarse los dientes o buscar las llaves antes de salir, pero detrás hay, quizás, algo más viejo que cualquier teléfono: la necesidad de consultar a alguien o algo antes de decidir. Nuestros abuelos lo hacían con el periódico, algunos otros, con el horóscopo, y mucho antes, en otro tiempo, alguien buscaba señales en el vuelo de las aves o en las marcas de una piedra.
Cambian los objetos, no el impulso.
Es fácil pensar que ahora somos más libres o más racionales, pero basta detenerse un momento para ver que seguimos organizando nuestra vida alrededor de pistas invisibles, tal vez solo hemos cambiado de altar. Antes, la guía llegaba de un sacerdote o de un anciano del pueblo, en cambio, hoy aparece en forma de una sugerencia de música, un pronóstico del clima o una notificación de calendario.
A veces pienso en los pueblos que todavía saludan al sol al amanecer. No lo miran como una bola de fuego suspendida en el cielo, sino como un centro de vida, saben lo que dice la astronomía, pero no lo reducen a eso. Les importa tanto lo que ven como lo que significa y entienden que el calor en la piel y la luz sobre la tierra son también una historia, una presencia que les recuerda su lugar en el mundo. Lévi-Strauss, mientras tomaba notas en aldeas lejanas, intuía que los relatos no son explicaciones ingenuas, sino la manera más profunda que tenemos de ponerle orden a lo que nos rodea. Reducir un mito a un dato es como explicar el amor con una fórmula química, es posible, pero insuficiente, y en esa jerarquía invisible, el mito contiene más capas de sentido que cualquier estadística.
Nietzsche también entendía algo de esto. No eligió un tratado para su obra más radical, sino un personaje inventado: Zaratustra. Un profeta que habla en parábolas y sentencias, que mezcla advertencias con imágenes. Lo hizo porque hay cosas que no caben en un argumento lógico y necesitan la forma de un relato. Tal vez porque, al final, las verdades más profundas se parecen más a canciones que a demostraciones matemáticas.
Joseph Campbell, que viajó por medio mundo buscando patrones en las historias, descubrió que no podemos vivir sin ellas. Llamemos como queramos a quien nos da la siguiente pista, desde dios, destino, suerte o presentimiento, en el fondo cumple la misma función, la de guiarnos en la incertidumbre. Un campesino podía ir al oráculo de Delfos, mientras que hoy, alguien en un departamento abre su teléfono y busca una respuesta en la primera página que aparece. La esencia es la misma, esa búsqueda de convertir el caos en algo habitable.
Mircea Eliade decía que lo sagrado nunca desaparece, solo cambia de prendas. Hoy no le tenemos miedo a Zeus, pero seguimos atentos a fuerzas invisibles. Cambian los nombres, aunque se mantienen las formas. El mercado, la ciencia, la tecnología, todos han heredado esa cualidad de ser absolutos que prometen y castigan, que inspiran fe o miedo. Carl Jung llamaba pensamiento simbólico a la capacidad de leer en el mundo algo más que su superficie. Un árbol no solo es madera y un río no es solo agua. En la prisa por modernizarnos, hemos olvidado que el cuerpo y el significado van juntos. Que un atardecer no es solo luz dispersa, y que la muerte no es solo el final biológico. Reducirlo todo a lo tangible es como arrancar las raíces y esperar que el árbol siga en pie.
El verdadero engaño no es haber dejado atrás los mitos, sino creer que ya no los necesitamos. Cuando un economista habla de la “mano invisible” que ordena la economía, está haciendo lo mismo que quien un día habló de los dioses que movían el viento, la diferencia es que antes sabíamos que era poesía y ahora pensamos que es un hecho. Y en esa confusión, tal vez nos volvemos más vulnerables a los relatos que ni siquiera reconocemos como tales.
Quizá la sabiduría no sea desterrar ese lenguaje, sino reconocerlo. Los mitos no son cuentos para distraernos, sino la forma más antigua y honesta que tenemos de decir lo que importa: que amamos, que tememos, que buscamos sentido, y que, aunque no lo admitamos, todavía cada mañana seguimos preguntándole al augurio, aunque ahora lo llevemos en el bolsillo.




