Columna J
¿Y si la verdad fuera solo una metáfora olvidada?
Estimado lector de LJA.MX, es un gusto saludarte nuevamente en este espacio que busca dialogar contigo más allá de la inmediatez y detenernos, aunque sea unos instantes, en los temas que han marcado la historia del pensamiento. Hoy quiero invitarte a reflexionar sobre una de las preguntas más antiguas y, al mismo tiempo, más actuales: ¿Qué es la verdad y cómo la construimos? Para adentrarnos en este cuestionamiento, haremos un recorrido que va desde Nietzsche hasta Wittgenstein, dos pensadores que, aunque separados por tiempo y contexto, convergen en su radical manera de entender el lenguaje como eje de la racionalidad humana.
Friedrich Nietzsche, con su formación filológica, concibió el lenguaje como producto de un instinto humano comparable al de las abejas o las hormigas. Para él, el lenguaje es demasiado complejo para ser inventado por un solo individuo, pero al mismo tiempo demasiado orgánico y coherente para ser resultado de una masa caótica. Así, vio en el lenguaje un organismo vivo, expresión del impulso más profundo del ser humano: el instinto lingüístico.
Nietzsche fue más allá: sostuvo que el pensamiento abstracto no sería posible sin la codificación simbólica que nos brinda el lenguaje. Esta idea se convierte en un golpe contra la tradición filosófica que concebía la verdad como correspondencia entre palabra y realidad. Nietzsche develó que lo que llamamos verdad no es otra cosa que una metáfora olvidada, un conjunto de ficciones que, con el tiempo, se solidifican hasta adquirir la apariencia de certezas inamovibles.
Desde esta óptica, la filología, lejos de ser un mero estudio de formas gramaticales, se convierte en ciencia de la naturaleza humana. Nietzsche expone que, tras cada palabra y cada concepto, subyace una metáfora originaria, un movimiento creativo que nos permite ordenar el mundo, aunque nunca capturarlo por completo.
Décadas después, Ludwig Wittgenstein, en su célebre Tractatus Logico-Philosophicus, presentó el lenguaje como figura lógica de la realidad. Según su teoría pictórica, las proposiciones son modelos de los hechos del mundo; cada oración válida es un espejo que refleja lo que está dado.
Esta concepción, emparentada con el realismo lógico y la filosofía analítica de Frege y Russell, buscaba una claridad absoluta, un lenguaje depurado que pudiera describir objetivamente la estructura de la realidad. En este primer Wittgenstein encontramos la aspiración a reducir el lenguaje a su esqueleto lógico, con la intención de alcanzar la verdad en su forma más pura.
No obstante, este intento de transparentar el mundo mediante la lógica pronto resultó insuficiente, incluso para él mismo. Como si el propio lenguaje se rebelara contra la pretensión de encasillarlo, Wittgenstein terminaría por abandonar esta postur
En sus Investigaciones Filosóficas, Wittgenstein rompe con la rigidez de su etapa anterior. Ahora afirma que el significado no se encuentra en una relación estática entre palabra y objeto, sino en su uso dentro de contextos concretos: los llamados juegos del lenguaje.
Un ejemplo sencillo, como la frase “la mesa está servida”, muestra que el sentido de una expresión depende menos de una estructura lógica universal y más de las reglas compartidas de una comunidad lingüística. El lenguaje deja de ser reflejo pasivo de una realidad objetiva y se convierte en práctica social viva. El significado no está en el diccionario, sino en la interacción, en la forma en que los hablantes usan las palabras dentro de una trama cultural compartida.
De este modo, Wittgenstein anticipa muchas de las discusiones del giro lingüístico en la filosofía contemporánea, donde el análisis del discurso, la pragmática y la hermenéutica ganan un papel central. Su influencia alcanzó a pensadores como Habermas, que desarrolló la noción de racionalidad comunicativa, o Lyotard, que extendió la idea de juegos del lenguaje hacia el terreno del posmodernismo y la multiplicidad de discursos.
Si Nietzsche desenmascaró la verdad como metáfora y Wittgenstein la entendió como uso social, los herederos del giro lingüístico llevaron estas intuiciones hacia nuevas direcciones. Foucault, desde su método genealógico, afirmó que detrás de la verdad siempre está la proliferación milenaria de errores. Rorty, por su parte, abrazó la hermenéutica al sostener que la verdad es más bien creación contingente que descubrimiento.
En el contexto del posmodernismo, esta herencia adquiere su máxima complejidad: ya no se trata de descubrir una verdad escondida detrás de las palabras, sino de navegar en un mar de discursos fragmentados, donde los significados son móviles, negociados y contextuales. En este escenario, el lenguaje no es un puente hacia una realidad objetiva, sino el campo mismo donde construimos lo que llamamos realidad.
Indudablemente aquí existe una afable invitación; ¿Qué implica todo esto para nosotros, en nuestra vida cotidiana? Significa reconocer que cada palabra que pronunciamos no solo comunica, sino que también construye. Que la política, la educación, la cultura y hasta nuestras relaciones personales se sostienen en el modo en que jugamos con las reglas del lenguaje. Y que, en última instancia, el poder de transformar nuestra sociedad pasa por la capacidad de cuestionar esas reglas, reinventarlas y, sobre todo, ser conscientes de que la verdad que defendemos nunca es absoluta, sino una metáfora que decidimos aceptar.
Querido lector, el giro lingüístico no es solo un tema académico; es una invitación a tomar en serio la palabra como herramienta de creación. Nietzsche y Wittgenstein nos muestran que no basta con hablar: hay que comprender que en cada enunciado depositamos una visión del mundo. Y es allí, en ese gesto aparentemente simple, donde radica la posibilidad de emancipación o de sometimiento.
Porque si la verdad es una metáfora olvidada, entonces tenemos la libertad -y la responsabilidad- de elegir qué metáforas queremos recordar y cuáles necesitamos inventar para imaginar un futuro distinto.
In silentio mei verba, la palabra es poder, la filosofía es libertad.




