Por Camila Alvarez
Cuando camino por las zonas y barrios renovados de Guadalajara me encuentro con una contradicción que me incomoda. Veo las fachadas de cemento pulido de las cafeterías de especialidad, los pisos de concreto encerado de los restaurantes gourmet, las paredes de hormigón aparente de las galerías de arte. Todo brilla bajo una iluminación planeada, cada grieta convertida en un detalle estético. Mientras tanto, en las colonias o barrios vecinos, ese mismo cemento existe como pura funcionalidad, tenemos paredes sin pulir y pisos sin encerar. Nadie habla allí de estética industrial ni de brutalismo chic.
Pierre Bourdieu explicaba cómo las clases dominantes transforman constantemente sus gustos para mantener la distancia social. Lo que vemos aquí va más allá, pues es la conversión directa de la pobreza material en capital cultural. El cemento sin recubrimiento, que en los barrios populares surge por necesidad económica, se vuelve tendencia cuando es refinado y presentado en contextos de clase media y alta.
La arquitecta y teórica Silvia Rivera Cusicanqui muestra cómo los procesos de gentrificación en América Latina operan mediante la extracción de lo popular para su mercantilización. En Guadalajara, cuando los arquitectos e inmobiliarias comienzan a hablar del concreto como tendencia minimalista, o las revistas de diseño celebran el cemento, transforman la carencia en lujo simbólico.
Walter Benjamin escribía sobre cómo la modernidad capitalista convierte todo en mercancía, incluso la experiencia de la pobreza. En el cemento pulido vemos una versión contemporánea de este fenómeno: la pobreza material se vuelve experiencia estética consumible, siempre que se presente en el contexto social adecuado.
Los procesos de gentrificación que acompañan la estetización del cemento desplazan físicamente a quienes vivían con ese material por necesidad. Sharon Zukin, en sus estudios sobre Nueva York, documenta cómo la conversión de elementos populares en tendencias coincide con el desplazamiento de las comunidades que los originaron. En Guadalajara, colonias donde hay cafés de cemento pulido son también aquellas donde las rentas han aumentado y las familias de toda la vida ya no pueden costear la vivienda.
La socióloga argentina Maristella Svampa analiza cómo las clases medias urbanas construyen su identidad a través del consumo de productos que simulan austeridad y autenticidad popular, pero siempre desde la seguridad económica. El cemento pulido funciona perfectamente en esta lógica: permite experimentar “austeridad” sin renunciar al privilegio económico que hace posible esa elección.
Lo más perverso de esta dinámica es que invisibiliza las condiciones reales en las que surge el uso del cemento como único material disponible. Cuando se celebra estéticamente, se borra su historia como marcador de desigualdad. Se convierte en una tendencia limpia, lista para ser consumida por quienes nunca tuvieron que elegir el cemento por falta de alternativas.
En lugar de elevar el cemento popular a la categoría de tendencia de diseño, habría que preguntarse qué significa que una sociedad celebre estéticamente aquello que produce como carencia material. En lugar de aplaudir la “honestidad” del concreto aparente, habría que cuestionar la deshonestidad de un sistema que convierte la limitación económica en capital simbólico para otros.
El cemento seguirá siendo cemento, pero su significado cambia radicalmente según quién lo elija y quién no tenga más remedio que habitarlo. Esa diferencia no es estética: es política.




