Con estudios en el CIDE y una maestría del MIT, Andrés Lajous Loaeza llegó a la Agencia Reguladora del Transporte Ferroviario con la imagen del funcionario “preparado”. Pero sus credenciales pesan menos que las controversias que lo rodean: denuncias por uso indebido de facultades, cohecho y distracción de recursos que ya lo tienen en la mira.
Y aun así, desde ese escritorio heredado más por apellido que por oficio, Lajous mantiene una institución que no revisa lo que debería. Mientras él ocupa el cargo, las vías se caen, las concesionarias incumplen y la ARTF mira hacia otro lado. En un país donde el ferrocarril se desmorona, él parece más atento a conservar el puesto que a cuidar el patrimonio que le toca vigilar.
El heredero que cuida el cargo, no las vías
El nombramiento de Lajous Loaeza al frente de la Agencia Reguladora del Transporte Ferroviario (ARTF) pasó casi desapercibido fuera del círculo político. Sin embargo, para quienes siguen de cerca los movimientos dentro del gobierno federal, representa un símbolo del regreso de los linajes tecnocráticos a los espacios de decisión pública.
Hijo del economista Adrián Lajous Vargas, quien dirigió Pemex entre 1994 y 1999, Andrés forma parte de una familia históricamente vinculada con la alta burocracia mexicana. Su padre dejó la empresa petrolera para incorporarse a McKinsey & Company, que más tarde firmó contratos millonarios con la propia Pemex. Después se unió al consejo de Schlumberger, la mayor compañía de servicios petroleros del mundo, y de ahí pasó a otros consejos empresariales vinculados a la industria energética.
El hijo, ahora desde la ARTF, concentra una de las carteras más poderosas del sector público: más de 92 mil millones de pesos y la facultad de otorgar, modificar o revocar concesiones ferroviarias.
Un poder enorme para una oficina poco visible, pero clave en el control del sistema ferroviario nacional.
En el discurso oficial se insiste en que este gobierno representa una ruptura con el pasado. Sin embargo, casos como el de Lajous Loaeza parecen demostrar lo contrario: los apellidos que alguna vez dominaron el modelo neoliberal se han reacomodado dentro de la autollamada Cuarta Transformación.
Rieles en ruinas
Mientras la nueva élite hereda el control institucional, el país ferroviario vive una crisis silenciosa.
La línea Coahuila–Durango, concesionada desde 1998 a Peñoles y Altos Hornos de México (AHMSA), se encuentra prácticamente desmantelada.
Entre Durango y Zacatecas, más de 300 kilómetros de vía fueron robados o vendidos como chatarra, dejando a comunidades enteras desconectadas. A pesar de que las empresas recibieron inversiones públicas por más de mil millones de pesos en los sexenios de Calderón y Peña Nieto, el servicio nunca fue rehabilitado. Hoy, algunos tramos apenas permiten el paso de trenes a 15 kilómetros por hora.
El caso no es aislado. En el norte del país, la vía Nogales–Cananea–Agua Prieta, bajo concesión de Ferromex, enfrenta un deterioro similar.
En más de 25 años, no ha recibido mantenimiento real ni se han cumplido los compromisos de modernización. Los pobladores y transportistas de la zona señalan que los accidentes, robos y descarrilamientos son frecuentes, sin que haya respuesta de la autoridad.
El abandono ferroviario no solo implica pérdida de infraestructura: significa la fractura de cadenas logísticas, el aislamiento de regiones productivas y la desaparición de una red que alguna vez unió al país.
La agencia que no cumple
La Agencia Reguladora del Transporte Ferroviario fue creada para evitar precisamente este tipo de escenarios. La ley le otorga la facultad de supervisar, sancionar y revocar concesiones cuando los operadores incumplen.
Sin embargo, en los últimos años no ha tomado medidas relevantes frente al deterioro.
El artículo 11 de la Ley Reglamentaria del Servicio Ferroviario establece que una concesión solo puede prorrogarse si el titular ha cumplido con sus obligaciones y mejorado las instalaciones.
Las evidencias muestran lo contrario: tramos destruidos, operaciones suspendidas y empresas en quiebra.
Pese a ello, los expedientes permanecen cerrados.
La concesión Coahuila–Durango vence en febrero de 2028, y todo apunta a que podría renovarse sin revisión pública.
En los hechos, la ARTF ha tolerado el incumplimiento y la pérdida de patrimonio nacional sin ejercer su autoridad.
Apellidos que pesan más que los resultados
La figura de Lajous se inscribe en una tendencia creciente dentro de la 4T: el retorno de las familias del poder a la administración pública.
Descendientes de tecnócratas, diplomáticos o altos funcionarios priistas ocupan hoy cargos en los que se decide el uso del presupuesto y la dirección de sectores estratégicos.
El discurso oficial sigue apelando al pueblo, pero los nombres detrás de las decisiones siguen siendo los mismos.
En ese contexto, la gestión de la ARTF se vuelve emblemática: mientras los linajes del poder se consolidan, las vías del país se oxidan.
El contraste entre la retórica social y la práctica burocrática exhibe la fragilidad del modelo actual.
El país que se descarrila
El abandono de las vías férreas no es solo un tema técnico. Permitir el deterioro de infraestructura pública y el incumplimiento sistemático de las concesionarias sin sanción alguna puede considerarse un acto de negligencia estatal.
Y esa omisión tiene consecuencias tangibles: pérdida económica, desintegración territorial y una nueva forma de crimen contra el patrimonio nacional.
En los hechos, México cuenta con los recursos, la legislación y la estructura institucional para revertir el deterioro.
Mientras tanto, los ferrocarriles del norte siguen parados, las comunidades sin conexión y las empresas incumplidas operando con total impunidad.
El gobierno presume nuevos proyectos ferroviarios, pero sigue sin rescatar los que ya tiene.
Si algo distingue a un servidor público de un heredero del poder, es la rendición de cuentas. Andrés Lajous Loaeza tiene la oportunidad y la obligación de demostrar que su gestión no será una reedición de los viejos tiempos en Pemex, donde los vínculos familiares y empresariales se confundían con la función pública.
De lo contrario, la historia volverá a repetirse: un país descarrilado, una élite que se recicla y una agencia que observa en silencio cómo los rieles del Estado se oxidan entre la impunidad y el olvido.




