En el vasto tapiz del deporte mexicano, donde las leyendas se tejen con hilos de perseverancia y audacia, destaca la figura de María del Pilar Roldán Tapia, la primera mujer en subir a un podio olímpico representando a México. Nacida el 18 de noviembre de 1939 en la Ciudad de México, esta esgrimista de florete no solo conquistó medallas, sino que abrió senderos para generaciones de atletas femeninas, demostrando que el acero de una espada puede ser tan afilado como la determinación de un corazón valiente.
Inspirada en las páginas de “Los Tres Mosqueteros” de Alejandro Dumas, Pilar transformó un capricho infantil en una carrera legendaria, marcada por tres participaciones olímpicas, dos oros panamericanos y un impacto indeleble en la historia del olimpismo.
De las raquetas familiares al florete encantado
La vida de Pilar Roldán comienza en una familia donde el deporte era más que un pasatiempo; era herencia. Su padre, Ángel Roldán, conocido como “El Güero”, fue un tenista estelar que representó a México en la Copa Davis de 1934 y, más tarde, incursionó en la esgrima hasta debutar en los Juegos Olímpicos de Roma 1960. Su madre, María Tapia, “La Chata”, brilló en las canchas con cinco medallas en tenis durante los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 1935 y 1954, incluyendo dos oros en singles y dobles mixtos. Criada en este ambiente de raquetas y trofeos, Pilar inició su camino deportivo a los ocho años con el tenis, alcanzando el tercer lugar en el ranking junior nacional. Sin embargo, el destino tenía otros planes.
Todo cambió a los diez años, cuando un libro y una película la cautivaron: “Los Tres Mosqueteros”. Vestida con una capa improvisada, la niña Pilar jugaba a ser D’Artagnan, blandiendo espadas imaginarias en duelos ficticios: “Era como un juego, pero nació en mí una pasión desmedida por la esgrima”, recordaría años después. A los trece, convenció a sus padres de inscribirla en clases. El italiano, Eduardo Alajmo, un entrenador olímpico de Helsinki 1952 que acababa de radicarse en México, se convirtió en su mentor. Ángel Roldán, fascinado por la elección de su hija, instaló una pista de esgrima en casa y le compró equipo profesional: máscaras, guantes y chalecos. Él mismo se sumó al deporte, creando una dinastía única. Con solo año y medio de entrenamiento, a los quince años, Pilar se coronó campeona nacional invicta de florete, un presagio de la gloria que vendría.
El salto internacional
La joven promesa no tardó en irrumpir en el escenario global. En 1955, con apenas quince años, compitió en los segundos Juegos Panamericanos de México, un hito familiar irrepetible: padre, madre e hija representaron al país, con Pilar en esgrima y sus padres en tenis. Aunque no hubo medalla, su cuarto lugar en florete individual la catapultó al radar mundial, derrotando a rivales como Maxime Mitchel de Estados Unidos tras una derrota inicial ante Ingrid Sanders de Venezuela.
Un año después, a los diecisiete, llegó su gran debut: los Juegos Olímpicos de Melbourne 1956. Como segunda mujer mexicana en esgrima tras Eugenia Escudero en Los Ángeles 1932, Pilar compitió en una edición innovadora, la primera con marcadores electrónicos que revolucionaron la disciplina al ofrecer precisión milimétrica. Terminó en décimo lugar, un resultado modesto pero valioso ya que enfrentó a las mejores del mundo, ganando experiencia en un deporte dominado por europeas. De regreso, su padre financió viajes a competencias en Estados Unidos y Europa, invirtiendo en fogueo internacional en una era sin apoyo gubernamental para la esgrima.
La perseverancia ante el escepticismo
El ciclo de Roma 1960 consolidó su estatus. Elegida abanderada de la delegación mexicana en la ceremonia inaugural convirtiéndose en la primera mujer en portar la bandera tricolor en unos Juegos Olímpicos, Pilar desfiló con orgullo ante el mundo. Su padre, Ángel, también debutó en esgrima a los 50 años, un gesto de apoyo paternal que tocó corazones. En la pista, finalizó séptima en florete individual, con victorias clave que la posicionaron entre las élites. Aunque México solo ganó bronce gracias a Juan Botella en clavados, el simbolismo de Pilar como pionera femenina fue inmenso.
Sin embargo, el camino no estuvo exento de sombras. Clasificada para Tokio 1964 tras triunfos en torneos internacionales, su sueño se truncó a ocho días de la partida. El general Jesús Clark Flores, presidente del Comité Olímpico Mexicano, decidió no enviar al equipo de esgrima, argumentando “falta de calidad”. “No creían que pudiera lograrlo”, contaría Pilar, un golpe que avivó su fuego interior. En lugar de rendirse, redobló esfuerzos. En 1959, ya había conquistado oro en florete individual en los Panamericanos de Chicago, su primer gran título continental. Y en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Caracas ese año, sumó bronce individual y plata por equipos junto a su hermana Lourdes, quien se unió a la esgrima familiar.
La gloria en casa
El revés de Tokio se transformó en combustible. Meses antes de que México fuera anunciado como sede de 1968, Pilar arrasó en competencias globales, derrotando a soviéticas y europeas. Culminó con oro en florete individual en los Panamericanos de Winnipeg 1967, su segundo título continental y una revancha personal contra los escépticos.
Llegaron los Juegos Olímpicos de México 1968, el escenario soñado. En la Sala de Armas de la Ciudad Deportiva, rebautizada como Fernando Montes de Oca, Pilar, con 28 años, compitió en florete individual ante 2.500 espectadores. A pesar de las dudas de dirigentes, triunfó en tres de cinco combates de la final; venció a la soviética, Galina Gorokhova (campeona mundial), a la francesa, Brigitte Gapais y a la argentina, Cristina Bordons, pero cayó ante la soviética, Elena Novikova y la húngara, Ildikó Ujlaky. Con una diferencia de toques superior a Ujlaky, se colgó la plata el 20 de octubre, la primera medalla olímpica para una mujer mexicana y la única de esgrima en la historia del país. Su historia quedó cimentada como la primera latinoamericana en podio de esgrima, abriendo puertas para atletas como María Teresa Ramírez en natación.
En los Centroamericanos y del Caribe de Kingston 1962, añadió tres bronces (individual, equipos y relevo), completando cuatro medallas en total de estos juegos (incluyendo el bronce de 1959).
Una vida de servicio al deporte
Tras México 1968, Pilar se retiró como competidora, pero no del deporte. Regresó brevemente como veterana entre 1984 y 1989, y se convirtió en la primera mexicana en comités de la Federación Internacional de Esgrima y del Comité Olímpico Mexicano.
En 2015, recibió el Premio Internacional al Juego Limpio del Comité Internacional de Fair Play y la Federación Mexicana de Esgrima por su fair play en la final de 1968. Madre de Edgar Giffenig, tenista profesional, Pilar reside en México, custodiando sus medallas como tesoros vivientes.
María del Pilar Roldán no solo blandió un florete; empuñó el futuro del deporte femenino en México. Su viaje, de una niña soñadora a ícono eterno, nos enseña que, con gracia y acero, toda barrera es vencible.
