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martes, diciembre 9, 2025

La posverdad como arma política en México por: Ricardo Femat

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La posverdad como arma política en México

La posverdad no es un fenómeno reciente, pero jamás había adquirido tanta influencia como en la política mexicana actual. En este contexto, ya no triunfa quien tiene argumentos sólidos, sino quién controla la narrativa dominante. Las emociones han desplazado a los razonamientos, la percepción ha tomado el lugar de los hechos y la mentira, cuando se repite con constancia, termina por aceptarse como si fuera verdad. Sobre esta base se disputan elecciones, se fabrican enemigos, se legitiman abusos y se ocultan fracasos. La posverdad no solo distorsiona la realidad, sino que también modifica la forma en que la sociedad comprende el poder, evalúa a sus gobernantes y decide su propio destino. Cuando la política se divorcia de la verdad, lo que emerge es una batalla por imponer sentimientos sobre razones y relatos sobre datos verificables.

En México, la posverdad actúa como un sistema de poder consolidado. No se limita únicamente a la proliferación de noticias falsas, sino que constituye una estructura permanente de propaganda emocional que simplifica la realidad en bandos opuestos, recompensa la lealtad incondicional y castiga el pensamiento crítico. Las redes sociales se han convertido en el principal campo de batalla: un video manipulado sustituye a una investigación formal, una consigna desplaza al argumento y un rumor bien dirigido tiene más impacto que cualquier dato oficial. Los algoritmos favorecen el escándalo, la indignación instantánea y la burla, mientras relegan la reflexión profunda. Así, la política se transforma en un espectáculo continuo, donde la indignación se consume y se olvida con la misma rapidez, dejando sin atender los problemas estructurales que nadie se atreve a enfrentar.

El mayor riesgo de la posverdad no radica en que las personas se equivoquen, sino en que dejen de creer en la existencia de una verdad verificable. Cuando todo se convierte en relato, todo se justifica. Bajo esa lógica, la corrupción se normaliza si la encubre el grupo adecuado, los errores se excusan si los comete un líder carismático y el adversario es criminalizado, incluso cuando tiene fundamentos jurídicos. La posverdad desgasta la ética pública, debilita las instituciones, transforma la ley en un simple obstáculo narrativo y convierte al ciudadano en rehén emocional del discurso dominante. Así, la política deja de ser un mecanismo de solución colectiva y se vuelve una maquinaria de persuasión emocional, donde importa más sentir que comprender, más aplaudir que deliberar y más pertenecer que cuestionar.

Este fenómeno no surge únicamente desde las esferas del poder; también se nutre de una ciudadanía agotada, desconfiada y harta de promesas incumplidas. La posverdad florece allí donde el Estado falla en dar respuesta, donde la justicia nunca llega y donde la desigualdad se transmite como herencia inevitable. En ese vacío, los discursos simplistas se filtran para abordar problemas complejos, y las explicaciones fáciles intentan dar sentido a realidades contradictorias. El líder que grita más alto parece tener siempre la razón, mientras el adversario deja de ser un competidor democrático para convertirse en enemigo moral. Así, la política abandona el espacio de la negociación y se adentra en un terreno emocional de trincheras, donde ceder es considerado traición y dudar es visto como una deserción. La posverdad se alimenta del conflicto constante y, por ello, lo provoca incluso donde no existe.

Desde una perspectiva jurídica, la posverdad también debilita el Estado de derecho. Un sistema que pone en duda los hechos, termina por relativizar las propias normas. Cuando la verdad se reduce a una simple opinión, la legalidad se convierte en un obstáculo para quien ostenta el poder. Así, se gobierna a partir de impulsos discursivos, se desacreditan sentencias tachándolas de conspiraciones y se ignoran los procedimientos bajo el argumento de una supuesta voluntad popular. La ley deja de ser un marco común y pasa a ser rehén del discurso dominante. Esto conlleva una consecuencia grave: se rompe la cadena de certeza que resguarda al ciudadano frente a los abusos del poder. Sin verdad no hay prueba, sin prueba no hay responsabilidad y, sin responsabilidad, el poder se vuelve opaco, discrecional y peligroso para la libertad pública.

Aguascalientes tampoco escapa a esta dinámica. Aunque por años se le reconoció como un estado estable, hoy también enfrenta los impactos de la política emocional. Temas como la seguridad, el abasto de agua, la movilidad y el desarrollo urbano han dejado de analizarse únicamente con datos; ahora predominan las consignas que buscan tranquilizar más que explicar. El discurso de éxito constante entra en conflicto con la realidad de muchos barrios, donde la gente percibe grietas en los servicios y en la tranquilidad cotidiana. Cuando la comunicación oficial se aleja de la experiencia diaria de la sociedad, surge la desconfianza. Y a medida que esta desconfianza aumenta, la posverdad encuentra terreno fértil para imponer relatos cómodos que no siempre reflejan los hechos. Este es un riesgo silencioso que atraviesa al estado y que no debe ser menospreciado.

Enfrentar la posverdad no es cuestión de imponer regulaciones ni censuras, sino de reconstruir la ciudadanía, fomentar el pensamiento crítico y recuperar la confianza en las instituciones. Se requiere de gobiernos que informen con transparencia, que reconozcan sus errores en vez de maquillarlos, y que sostengan el diálogo apoyados en datos, no solo en emociones. Es indispensable contar con medios responsables, que valoren la verdad por encima del atractivo de un clic fácil. Además, se necesita una sociedad dispuesta a confrontar la realidad, aunque resulte incómoda, en vez de refugiarse en relatos que confirmen sus propios prejuicios. Sin este esfuerzo colectivo, la democracia se convierte en una competencia de narrativas donde triunfa quien mejor manipula el enojo social. La verdad puede ser incómoda, pero es el único fundamento posible para una libertad que perdure.

La posverdad representa una alerta propia de nuestro tiempo. Evidencia que la política ha dejado de ser un espacio de debate racional para convertirse en un terreno donde prevalecen los sentimientos, temores y creencias. Sin embargo, también expone una realidad aún más profunda: una sociedad carente de una verdad compartida pierde su capacidad de gobernarse. Sin acuerdos básicos sobre los hechos, toda decisión se vuelve una imposición. Y cuando gobernar consiste en imponer, la democracia comienza a vaciarse desde adentro. El mayor peligro que enfrenta México no radica únicamente en la mentira política, sino en la costumbre de vivir inmersos en ella. El día que dejemos de exigir la verdad, habremos renunciado también a reclamar justicia. Y llegado ese momento, el poder ya no necesitará convencernos, pues le bastará con administrarnos.

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