La historia de la minifalda no es solo la de una prenda — es la crónica de un cambio social, un hilo que atraviesa décadas de cuestionamientos y transformaciones. La falda corta que hoy muchas dan por natural fue, en sus inicios, una provocación y una declaración pública.
La minifalda, definida como una falda cuyo ruedo termina considerablemente por encima de la rodilla, aparece con fuerza en la moda de los años sesenta. Aunque la idea de acortar faldas no surge de un solo diseñador, es en ese lapso cuando la prenda adquiere su forma contemporánea y se convierte en ícono global.
Entre los nombres que figuran en su génesis destacan Mary Quant, la británica que popularizó la minifalda, y André Courrèges, el diseñador francés que disputó su paternidad. Quant abrió en los años cincuenta una boutique en la King’s Road de Londres —llamada “Bazaar”— donde comenzó a experimentar con prendas listas para usar pensadas para jóvenes reales, no para salones de alta costura. Su intención era clara: liberar a la mujer de los rígidos cánones de la moda de posguerra. Skirts demasiado largas, cinturas ceñidas, faldas voluminosas que limitaban el movimiento. Quant buscaba ropa para mujeres activas, que tomaban autobuses, trabajaban, salían a bailar y querían vivir sin pedir permiso.
André Courrèges, por su parte, presentó en París versiones muy cortas en 1964 y 1965. Su estética futurista, geométrica, limpia, convirtió la minifalda en parte de una visión modernista: ropa para la “mujer del futuro”. Aunque no hay consenso absoluto sobre quién “inventó” la prenda —al fin y al cabo, la moda suele ser más conversación que autoría—, lo cierto es que para mediados de los sesenta la falda corta ya había irrumpido en las calles de Londres y París, democratizando la estética juvenil y acelerando la velocidad del vestir.
La minifalda llegó en un momento de agitación cultural. Era la época de The Beatles, de los movimientos civiles, de la segunda ola feminista, del acceso a métodos anticonceptivos y del cuestionamiento abierto a la moral victoriana heredada. Las mujeres ganaban terreno: empezaban a estudiar más, a trabajar fuera del hogar, a retrasar el matrimonio, a ser visibles en espacios antes vedados. La minifalda, con su corte audaz, era un símbolo visible de esa transformación.
El rechazo no tardó. Los conservadores calificaron la prenda de escándalo. En varios países hubo intentos de prohibirla en instituciones públicas. En España, bajo la dictadura franquista, se volvió objeto de vigilancia. En México, fue inicialmente relegada a círculos urbanos jóvenes. Sin embargo, muchas mujeres la adoptaron no como indulgencia estética, sino como un gesto deliberado: una forma de moverse diferente, de reclamar espacio.
La minifalda liberó no solo el cuerpo, sino la cotidianidad. Permitió a las mujeres caminar sin faldas pesadas, correr para tomar el metro, andar en bicicleta, sentarse en el piso en los parques sin kilos de tela. Representaba comodidad sin renunciar a la expresión, juventud sin sumisión, identidad sin uniformidad. Era una prenda simple, sí, pero cargada de preguntas: ¿de quién es el cuerpo?, ¿quién decide qué se puede mostrar?, ¿por qué la libertad femenina resulta tan amenazante?
En ese sentido, la minifalda fue aliada —intencional o no— del movimiento feminista emergente. No resolvió inequidades estructurales, pero sí abrió un debate público sobre autonomía y visibilidad. La moda, que a menudo parece frívola, aquí se volvió campo de batalla.
Con el paso del tiempo, la minifalda se consolidó como un clásico. Reapareció en los noventa con el minimalismo, volvió con fuerza en los dos mil en formato micro, y hoy convive con múltiples largos en un mismo guardarropa. Su legado, sin embargo, no se mide solo en centímetros: permanece como recordatorio de que el vestirse también es una forma de decir.
Hoy, cuando la vemos en calles, patios, oficinas o editoriales, no es solo una tendencia cíclica: es la herencia de una época que decidió cortar más que tela. Cortó silencios, expectativas y normas rígidas. Porque la minifalda fue —y sigue siendo— algo más que una prenda: fue un gesto, una bandera de libertad, una declaración de que las mujeres pueden definir su propia forma de estar en el mundo.




