La Columna J
La otra Navidad
La Navidad se ha ido transformando, de manera casi imperceptible, en una extensión del capitalismo contemporáneo, quizá en una de sus expresiones más intensas y paradójicas. Aquello que en su origen remitía al recogimiento, al encuentro y a la comunión simbólica con los otros, hoy parece desplazarse hacia una lógica de acumulación y exhibición. El gesto de estar en familia o cerca de quienes amamos ya no siempre se sostiene en la profundidad del pensamiento ni en la procuración del sentimiento, sino en la obligación tácita de entregar materia: objetos envueltos, adornados, estetizados. La envoltura se vuelve metáfora de nuestra propia condición: capas superpuestas, desechables, destinadas más a aparentar que a significar, útiles para sostener una estética trastocada por el consumo rampante.
La Navidad, en este sentido, se presenta como una utopía accesible solo para quienes han logrado franquear las barreras más inmediatas de la escasez. Para una parte considerable de la población, esta fecha no es celebración sino contemplación. La noche que promete unión y abundancia se vive, muchas veces, desde la distancia económica y emocional. Santa Claus, figura icónica de la mercadotecnia global, no atraviesa las geografías del hambre ni se detiene en las fronteras donde la precariedad es cotidiana. Sus coordenadas están diseñadas para circular allí donde el mercado puede penetrar con eficacia, donde el deseo ha sido previamente moldeado por la publicidad y la promesa de felicidad inmediata.
Desde la estética del adorno —que implica la tala de árboles convertidos en ornamento efímero— hasta el consumo exacerbado de alcohol y carne, la Navidad se reviste de contradicciones profundas. Se celebra la paz frente a un cuerpo sacrificado, se reza por la prosperidad mientras se ignora la sabiduría, la literatura o la filosofía. La mesa se convierte en un escenario donde la abundancia convive con la ceguera ética, y donde el exceso intenta llenar un vacío que no es material. El alcohol, integrado casi obligatoriamente a todo acto social, no celebra la vida sino que muchas veces profundiza la angustia, la depresión y el aislamiento disfrazado de convivencia.
Los buenos deseos, por su parte, suelen quedar confinados a un círculo estrecho: familia, amistades, relaciones convenientes. No se extienden a los huérfanos, a quienes no tienen qué comer, a quienes habitan los márgenes de la fiesta. El deseo se pronuncia, pero rara vez se encarna. Si apenas una mínima parte de lo que se desea en Nochebuena lograra materializarse, quizá el mundo alcanzaría un equilibrio más justo, aunque fuera de manera incipiente. En ello se revela una tensión ética fundamental: desear no basta, es necesario transformar el deseo en acción.
Frente a este panorama, la filosofía no aparece como un juicio condenatorio, sino como una posibilidad de comprensión y de resignificación. Pensar la Navidad desde la reflexión implica reconocer sus deformaciones sin renunciar a su potencial simbólico. Agradecer lo vivido, el presente, el alimento, el techo y la compañía no es un gesto ingenuo, sino una forma de resistencia frente a la lógica del tener. Permanecer en el presente, desear no desear más, vivir con atención y sobriedad se convierte en un acto profundamente subversivo en un mundo saturado de estímulos y promesas vacías.
En este punto, la obra Siddhartha de Hermann Hesse ofrece un eco sutil pero potente. El protagonista aprende que la plenitud no se encuentra en la acumulación ni en la negación radical del mundo, sino en la escucha profunda de la vida. “La sabiduría no se puede comunicar. La sabiduría que un sabio intenta comunicar siempre suena a locura”, escribe Hesse, recordándonos que el sentido no se impone, se experimenta. La Navidad, leída desde esta clave, podría ser menos un espectáculo y más un silencio compartido, menos un intercambio de objetos y más un reconocimiento mutuo.
Asimismo, Siddhartha descubre que todo fluye, que nada permanece fijo, y que aferrarse a las formas conduce al sufrimiento. “Todo vuelve”, señala Hesse en otro pasaje, y en esa circularidad se inscribe también la Navidad, heredera de antiguas festividades como los saturnales romanos y el solsticio de invierno. La noche más larga del año simbolizaba el tránsito, la espera, la promesa de la luz que regresa. Recuperar ese simbolismo implica despojar la fiesta de su estridencia y devolverle su carácter contemplativo.
En esa misma línea, resulta pertinente recordar la figura histórica de San Nicolás de Mira, obispo del siglo IV, cuya vida fue narrada siglos después por Jacobo de la Vorágine en La leyenda dorada. Nicolás no repartía lujos ni satisfacía deseos superfluos; ofrecía lo necesario a los pobres, actuaba en silencio y sin esperar reconocimiento. Su gesto no era espectáculo, sino ética encarnada. La distancia entre ese San Nicolás y el ícono contemporáneo revela, con claridad, el desplazamiento del sentido: de la compasión al consumo, del cuidado al mercado.
Tal vez la Navidad, más que ser rechazada, necesita ser reeducada desde una sensibilidad filosófica y poética. No como un acto de negación del mundo, sino como una invitación a vivirlo de otra manera. Reconocer la caducidad de la vida, su carácter prestado, nos devuelve la urgencia de lo esencial. Abrazar lo que la vida ofrece sin exigirle más de lo que puede dar es, quizá, la enseñanza más profunda que comparte la filosofía con la experiencia navideña.
La vida se va en un abrir y cerrar de ojos. Y tal vez, en medio del ruido, la Navidad todavía pueda ser un instante de lucidez: no para tener más, sino para ser más conscientes; no para consumir, sino para comprender; no para desear sin medida, sino para habitar el presente con gratitud y sobriedad. En ese gesto mínimo, silencioso y humano, podría residir su verdadero sentido.
In silentio mei verba, la palabra es poder, la filosofía es libertad.




