La justicia mexicana volvió a mirar hacia los años noventa. Esta semana, una jueza federal absolvió a Daniel Arizmendi López, conocido como El Mochaorejas, del delito de secuestro en una de las causas penales abiertas en su contra desde finales del siglo pasado. La resolución no implica su liberación inmediata, pero sí reabre un debate incómodo: ¿qué ocurre cuando los crímenes del pasado se juzgan con expedientes debilitados por el tiempo?
Arizmendi fue uno de los secuestradores más temidos de su época. Su nombre quedó marcado en la memoria colectiva por la brutalidad con la que operaba: mutilaciones a las víctimas para presionar a las familias, negociaciones violentas y una narrativa mediática que lo convirtió en símbolo del terror urbano de los noventa. Fue detenido en 1998 y, desde entonces, ha pasado más de 27 años en prisión.
La jueza que revisó el caso determinó que las pruebas presentadas en ese expediente específico no eran suficientes para sostener el delito de secuestro. Bajo el principio de presunción de inocencia, la falta de elementos sólidos obligó a dictar la absolución. En términos estrictamente jurídicos, el fallo se apega a la lógica del debido proceso: sin pruebas plenas, no hay condena.
Sin embargo, la decisión no borra el historial criminal de Arizmendi ni cambia de inmediato su situación jurídica. El sentenciado continúa recluido, ya que enfrenta otras condenas y procesos vigentes derivados de distintos delitos. La absolución es parcial, pero simbólicamente poderosa.
El caso expone una realidad incómoda del sistema penal mexicano: durante décadas, muchos procesos se construyeron con investigaciones deficientes, confesiones cuestionables y pruebas frágiles. Años después, cuando esos expedientes se revisan bajo estándares jurídicos más estrictos, los vacíos salen a la luz.
Para las víctimas y sus familias, la noticia representa una herida abierta. No porque Arizmendi quede libre, sino porque la absolución evidencia que el Estado fue incapaz de sostener con solidez jurídica la responsabilidad penal en uno de los crímenes más graves. Para el sistema de justicia, en cambio, el fallo confirma una obligación básica: castigar solo cuando se puede probar, incluso si el acusado es uno de los criminales más odiados del país.
El caso de El Mochaorejas no es una historia de impunidad total ni de justicia plena. Es, más bien, el reflejo de un país que aún arrastra las consecuencias de un sistema penal que durante años privilegió la mano dura sobre la investigación rigurosa. Y que hoy, décadas después, enfrenta el costo de esas decisiones.




