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viernes, diciembre 5, 2025

Tus labios de rubí y el ISO 9000 / No tiene la menor importancia

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Cuando hablo de tus labios de rubí sabes a qué me refiero. Sabes que tus labios no son de piedra, no tienen la forma de un rubí, o su temperatura, o su dureza. Y si, como Sandro, agrego: “de rojo carmesí”, las posibilidades disminuyen. Hablo de tus labios en tanto que rojos, quizá en tanto que bellos; pero nada más. La metáfora no es muy productiva, comparar el rostro con joyas no pasa de trocar en perlas los dientes y hacer de los ojos esmeraldas.

La metáfora recorre todos los rincones de la lengua; poetas y médicos, narradores y albañiles, todos los hablantes la utilizamos una y otra vez. Si para Quevedo el amor es fuego, para los anatomistas el hueso que sostiene la cabeza es el equivalente óseo del titán Atlas —a fin de cuentas, cada cabeza es un mundo—. Hay metáforas de corto alcance, tus ojos son estrellas, pero tu boca no es un hoyo negro, ni tu nariz un meteorito, el rostro como universo no se expande. Hay otras hiperactivas, ver guerra donde ocurre futbol autoriza apodos como el Mortero Aravena, el Gatillero Palencia o el Bombardero Vela, también permite que contemos que alguien fusiló al portero o que un equipo tenía la pólvora mojada. Algunas son sublimes, Rubén Bonifaz pide ser “el torrente de luz para su sed, o, suavemente, el cauce que en su vida se resbala”. Otras, francamente burdas, “con esas tortas, ni chesco pido”.

La presencia casi inevitable de la metáfora en discursos de todo tipo, científicos y poéticos, políticos y lerdos, valga la redundancia, no le resta complejidad y arte. La metáfora es un asunto delicado, sutiles torpezas pueden acarrear figuras torcidas y espantosas. Puedo pensar en un pétalo y en la suavidad de tu piel, pero si sigo, si fuerzo la metáfora, terminaré hablando de cabellos verdes como tallos o brazos dóciles como espinas.

Hace algunos años asistí a una charla acerca del ISO 9000. La idea era explicarnos por qué y cómo pondrían en marcha la estandarización en la educación media superior y superior. Por supuesto, los beneficios eran incontables y, al parecer, no había perjuicio alguno. La estructura de la pequeña conferencia era impecable.

Para comenzar, nos contaron la historia de ISO: un grupo de ingenieros de varios países deciden poner fin al caótico mundo de las mediciones y los procesos industriales. Si un ciudadano australiano adquiría un automóvil japonés, debía contar con la seguridad de que si necesitaba una refacción ésta encajaría perfectamente en su automóvil y contaría con la misma calidad de la pieza sustituida, independientemente de que la susodicha hubiera sido fabricada en Brasil o Sudáfrica. Es tan buena idea.

Después, algún poeta fabril, y quizá también febril, lanzó una primera metáfora. Los servicios son, hasta cierto punto, una suerte de producto. Los fabricantes producen objetos que venden a sus clientes, los proveedores de servicios “producen” servicios que de alguna manera entregan a sus consumidores. Entonces, no sólo hay que uniformar medidas de tornillos, también conviene emparejar conductas, acciones y procedimientos. Planear, medir y organizar bien los trámites nos ha llevado de hacer tres filas y presentar cinco documentos, con copia, a hacer sólo dos filas y llevar dos documentos originales para conseguir la licencia para conducir, por ejemplo. No obstante, la estricta lista de acciones que tiene que realizar la cajera del restaurante de comida rápida provoca la sensación de que uno le pide su hamburguesa a un títere. Su sonrisa es obligada; su amabilidad, de cartón. La idea comienza a hacer agua.

Y la educación. El poeta fabril se ha vuelto ya un abusador retórico. Resulta que la educación es una suerte de servicio; los servicios, una suerte de producto; por lo tanto, la educación es un producto. Así, sin delicadeza, sin cuestionamientos filosóficos, sin historia de la humanidad, la educación se convirtió en un birlo o una pichancha —lo confieso, siempre quise usar la palabrita en mi columna—. Una vez impuesta la metáfora, lo que falta es estandarizar la educación, diseñar diagramas de flujo para enseñar ortografía, plantear requisitos ineludibles, medirlo todo. Si bien la idea de que la universidad-fábrica produjera conocimiento-producto para ofrecerlo a sus estudiantes-clientes no me resultaba muy estética, me parecía rescatable; si los estudiantes son exigentes, la educación debe mejorar. Pero estaba equivocado, y he aquí la razón de que el modelito, la metáfora y todo el discurso terminara por vapulear mi profundo amor por dar clases: resulta que el poema del representante de ISO hacía de la universidad la fábrica, de los estudiantes el producto y del mercado laboral el cliente.

No me resta más que recordar tus labios de rubí y cantar: “Por ese palpitar / que tiene tu mirar / yo puedo presentir que tú debes sufrir / igual que sufro yo / por esta situación / que nubla la razón / sin permitir pensar.”

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