Por: César Alan Ruiz Galicia
Tal vez todo tiene un precio, pero afortunadamente no todo está a la venta. Nuestra época ha sido bien definida por Wilde: es el tiempo en que la gente sabe el precio de todo y el valor de nada. Mucho tiene que ver la lógica de acumulación, que es insensible a las minucias y los detalles que enriquecen una vida atractiva.
Una de las grandes ausencias de nuestro tiempo es el discurso sobre las pasiones. Un economista de gran calidad, Albert Hirschman, ha explicado detalladamente su desplazamiento en beneficio del interés. Su principal argumento es que para que el capitalismo triunfara sobre el modo de producción feudal, han debido cambiar primero las ideas dominantes de la época. De esta manera, lo que antes era una pasión desenfrenada por el dinero -la codicia- deja de serlo para convertirse en mero “interés”.
Teniendo el “interés” un conjunto de connotaciones más amigables para la moral de aquel momento -es clave también en el proceso de la Reforma Protestante- se extiende entonces a otros aspectos de la vida: es aplicado en el campo de lo económico, lo político y lo religioso.
Las palabras que usamos nunca son ingenuas. La despreciable ambición económica se transforma en aceptable interés económico; la desmedida avidez por el poder pasa a ser un simple acto en favor del interés político particular. El fundamento del cambio terminológico es en gran medida fomentado porque mientras que las pasiones son inestables, el interés se mantiene constante. Así, dejamos el peligroso mundo de lo caprichoso e impredecible para ir al de lo cierto y mensurable.
El inconveniente ha sido que la clausura del discurso sobre las pasiones no significa su ausencia, sino que refleja simplemente una voluntad para su olvido. Seguimos siendo seres pasionales, influidos permanentemente por fuerzas emotivas, volitivas e intuitivas. La ingenuidad que ciega a muchos científicos sociales radica en que han desestimado una verdad antigua: aun cuando la lógica de las pasiones es extraña, no por ello es menos rigurosa.
Recuperar el discurso de las pasiones puede ser el punto de encuentro entre la literatura y la política, porque explorar la condición humana es una buena escuela para desentrañar el mohín que se forma tras las caretas políticas. Por ello, para dar cuenta de la complejidad de una época, vale más recurrir a sus mejores narradores que a su banco de cifras. Y en última instancia, no habría que elegir entre una cosa o la otra: se trata de valernos de ambas en acuerdo a la naturaleza de lo observado.
Por ejemplo: acabo de leer sobre objetos preciosos del renacimiento, entre los que destacan licoreras de plata holandesas, lámparas moriscas hechas de plata mate y arabescos de acero; cajas chinas de laca negra espolvoreadas con oro; muselinas entretejidas con palmas doradas y alas irisadas de escarabajo; libros encuadernados en rasos mate y sedas azules; abanicos con pedrería; tiaras tachonadas de perlas nacaradas; guantes bordados y bujetas áureas; naipes sarracenos; capelos de 15 borlas y jubones con faldetas…
¡Tanta belleza me fascina!
Pero estremece al tiempo pensar en las minas de Potosí, Guanajuato y Antioquia. Barras transportadas por caravanas de mulas para ir a los talleres de laminación; mujeres, niños y hombres con pulmones y conductos vitales destrozados por el polvo mineral; plantas procesadoras de extracción con mercurio tapizadas de cuerpos deshechos; coronas de espinas en las cabezas inertes; morbilidades como la silicosis, cáncer de pulmón, bronquitis, asma y siderosis…
¡Tanto dolor me espanta!
Algo similar pasa con el arte y la literatura. ¿Tienen idea de cuántas veces se tiene que morir uno para extraer un gramo luminoso de valor poético, siempre minúsculo y todavía en bruto? ¿Saben que hay que envejecer frente a voluminosos materiales y envenenar la vista lentamente con cada palabra leída, todo para que otros en una época voluptuosa gocen de una belleza que es aún más dulce por ignorar sus propias tarifas?
¡Ah! Lo triste de este mundo es que lo que llaman felicidad es un tratado sobre los privilegios. La desigualdad es el origen de una dicha que por una cruel burla de la vida termina fastidiando a sus herederos.
Por eso me encantan los que nada tienen: cada día entregan generosamente lo que nunca tendrán y mirando hacia atrás en el mañana, pensarán que ya lo tuvieron y lo han perdido. La vida de los sin tierra, de los sin techo y de los sin futuro es el perpetuo motor de la ilusión: por eso la literatura y el arte más conmovedor se inspira siempre en los desheredados. ¡Qué saben los reyes del llanto generoso que ahora brota entre manos temblorosas y malheridas! ¡Qué saben los Alfonsos, Luises y Carlos de todo aquello que han contemplado los ojos impresionables de un salvaje como yo!
Partir el pan es el único milagro de Cristo.
Twitter: CsarEleon
