El pasado viernes 22 de junio México Kafkiano celebró su quinto aniversario con un foro de reflexión sobre políticas y estudios culturales. Participé en la mesa El plagio: corrupción intelectual. Acá una versión recortada del texto que preparé para esa ocasión y que, a su vez, es una síntesis de lo que he escrito, hasta ahora, sobre dicho tema:
Toda práctica deshonesta es condenable y, como tal, debe ser denunciada. A quien se presenta como escritor y muestra sus credenciales (su trabajo), se le puede reprochar ser malo o pésimo. Nunca deshonesto. Quien copia y se hace pasar por escritor, hay que meterlo en otra categoría. Farsante, quizá.
Cuando se anunció que uno de los dos premios Xavier Villaurrutia iba a recaer en Sealtiel Alatriste, el mundillo literario salió a condenarlo. Paz, Arreola, Fuentes, Elizondo, lo habían ganado: que Alatriste lo ganara significaba que la literatura mexicana iba a premiar la mala literatura (o eso creímos). Al parecer un grupo -creo que sí lo podemos llamar así- encabezado por Guillermo Sheridan, consideró que esto era insólito en la literatura y revivió las acusaciones de plagio en contra del exdirector de difusión cultural de la UNAM. No podemos ser ingenuos. Más allá de los textos publicados por Zaid, Silva-Herzog Márquez y el mismo Sheridan, se escondía algo más. ¿Por qué señalar a Alatriste hasta entonces?; ¿envidia? No lo sé. Con todo, la sospecha no resta ningún mérito a la denuncia.
Examinemos, brevemente, lo que dijo en una entrevista para CNN: “yo al plagio lo defino como lo dice la ley: tomar la obra completa de alguien y hacerla pasar por tu nombre o, en el mejor de los casos, tomar una parte sustancial de una obra para convertirla en una parte sustancial de otra.” Por tanto, si el que plagia toma solamente una parte de un texto, no pasa nada. Esto, naturalmente, es una tontería. No nos hagamos bolas: el plagiador es un flojonazo; un no-escritor. ¿Exagero? Lo dudo. Quien toma en serio su trabajo, en efecto, bebe de otras fuentes; sin embargo, la diferencia reside en que un escritor resignifica, reconvierte, reinterpreta: se interesa en el cómo, no tanto en el qué de los temas. Un no-escritor (falluca literaria), sólo para enfatizar mi opinión, trasplanta textos: se interesa en el cómo y en el qué de otro.
Lo cual me lleva a reflexionar, muy brevemente, sobre la dolce vita literaria.
La holgazanería intelectual, antes de Internet, exigía, en el copión, una detallada investigación; es decir, como mínimo, buscar bibliografía sobre un determinado tema. A no ser que alguien tuviera un conocimiento enciclopédico o un buen olfato literario como para exhibirlo, el plagiador se llevaba todo el reconocimiento. Y no pasaba nada.
Ahora -aunque este ahora lleva muchos años-, el mecanismo se ha modificado un poco: basta con escoger un tema, copiar un texto -parcial o totalmente-, y firmarlo, cómo no, como propio. No entiendo qué titánica empresa representa entrecomillar frases, o utilizas cursivas, o el híbrido de ambos que luce tan desagradable. Así, me gustaría proponer dos consejos a los plagiofílicos:
1. Traduzcan textos que provengan del búlgaro, del árabe, del yiddish o de cualquier otra lengua que un hispanohablante dificilmente domine: si se fusilan textos del inglés, francés, italiano, va a ser difícil que no los descubran.
2. Cuando los atrapen no se escuden en que la amnesia, que los desvelos, que la libertad, que esto, que lo otro. Nada. Simplemente dejen de escribir. De otra forma, si se defienden, se autogolean. Veamos ejemplos:
El pasado 20 de junio, en La Jornada, Rubén Rojas Torres respondió una acusación de plagio de la siguiente manera: “Sr. Mora, no tengo gusto en conocerlo ni personalmente ni como universitario, y considero que su punto de vista es de una actitud de mala fe.” Aww.
Ana Leticia Romo, otra experta en el difícil arte de plagiar, meses atrás, se defendió -por cierto, plagiando algunas partes-, así: “acusar a alguien de plagio, por tomar meras definiciones comunes y donde la fuente bibliográfica enunciada más bien ‘quedó corta’ […], le pareció a la comunidad lectora, incluyendo a una servidora, una exageración”. Es triste, tristísimo, alastristísimo que un escritor tenga que recurrir a esta práctica deshonesta para legitimar, en este caso, su (mal habida) profesión. Sí, porque es una suerte de fraude.
Al parecer la conclusión es muy simple: al que se le compruebe, que deje lo que está haciendo. En otras latitudes, como hemos visto, la corrupción intelectual tiene un precio: la renuncia ¿Y aquí en México? Veamos otro caso: Isidoro Armendáriz, hoy candidato a senador, plagió en La Jornada. ¿Qué ocurrió? Pues eso, hoy es candidato a senador. ¿Se les premiará? Me parece arriesgado afirmarlo; sin embargo, no estaría de más que quien cometa este error, se disculpe. Aunque, desde mi punto de vista, esto es insuficiente.
Un apunte final: el mundo académico no está exento de estas anomalías. Cualquier profesor puede dar cuenta de este fenómeno. Y en ese escenario, ¿qué ocurre? Los alumnos están destinados a reprobar -cuando no, a ser expulsados de la institución-. Si tenemos tanta severidad con gente que se está preparando (llamémosla amateur), ¿por qué no reprobamos a los que nos engañan profesionalmente?
T.S. Eliot, decía: “El poeta inmaduro, copia; el poeta maduro, roba”. Quizá todo se resuma en un asunto de inmadurez intelectual. En este caso, hay que denunciar a los flojos, no tanto por su manía de copiar sin dar crédito, sino por malos. Que la mala calidad de las obras, que la pereza intelectual, no queden impunes.




