El verdadero origen del Régimen Federal Mexicano no es un pacto, sino un conflicto: no surgió como la voluntad manifiesta por estados independientes para integrarse en una federación que les traería beneficios comunes de largo plazo, sino una escalada de inconformidades regionales ante el obsesivo predominio del centro. Fue un arreglo inseguro, además porque no todos los integrantes iniciales de la federación contaban con el mismo peso político, y porque ese arreglo hubo de incluir también a los poderosos aparatos militares y eclesiásticos que controlaban la vida nacional desde la capital del nuevo país independiente. Así, los ensayos constitucionales, que se sucedieron hasta la promulgación de la Carta Magna de 1824, propusieron el federalismo como la solución indispensable al abierto conflicto entre las regiones y el centro, pero siempre sobre la base del reconocimiento explícito a los poderes tradicionales que seguían gobernando a la nación.
Si los orígenes marcan, el del federalismo mexicano quedó sellado como una lucha de intereses ocultos bajo la apariencia de la cooperación entre los estados.
El federalismo, en la práctica nacional mexicana, que se emprendió en los gloriosos años de la República restaurada con el Lic. Benito Juárez y que se consolidó durante el Porfiriato, tuvo que llevarse a cabo a costa de la soberanía originalmente entregada a los Estados de la Federación y de la autonomía que se le arrebató a los municipios. En nombre de las libertades protegidas por la Federación se fue disminuyendo el contenido del Federalismo. Y en el lugar que habría correspondido a los gobiernos de los estados y los municipios se construyeron nuevos aparatos políticos controlados desde los poderes centrales. Así, hacia fines del siglo decimonónico, las fuerzas militares que lucharon a favor del liberalismo defendido por el Benemérito de las Américas, y que habría encontrado su origen en la Guardia Nacional, dirigida por las entidades federativas, acabaron sometidas en la práctica por el Ejército Federal que se formó para aplacar los ánimos de los gobernadores insubordinados y de la pléyade de caudillos regionales y locales que desafiaban al centro.
Es así que el Estado Mexicano se consolidó bajo la apariencia de un régimen federal, en efecto, pero desprovisto de contenido. La Revolución de 1910 tampoco se ocupó del federalismo como tema fundamental, pues sus propósitos eran otros: surgió como un reclamo democrático y más tarde se convirtió en un movimiento que también buscaba la igualdad, pero en ninguna de sus vertientes regionales de mayor influencia política estaba el federalismo como tema primordial, y sobre ellas se fueron asentando las grandes ideas nacionales, que a su vez exigían el control del gobierno para imponerse a nivel nacional.
El resto de la historia es harto conocida: si los dos primeros tercios del siglo diecinueve se gobernaron por medio de los aparatos políticos que se habían heredado de la etapa colonial, hasta que fueron sustituídos por los que construyó el liberalismo gobernante de fines del siglo XIX y principios del siglo XX; el régimen de la Revolución lo suplió a su vez mediante la implantación de un partido político nacional basado en una extensa red de alianzas regionales. El liberalismo defendió y se identificó con las ideas federales pero a la postre, se creó una red que se sobrepuso a estas ideas allanando el camino para llegar a implantar un centralismo de facto.
Si bien la Revolución hizo suya la defensa del Municipio Libre, sus verdaderas prioridades no estaban en el federalismo, sino en la construcción de un aparato alternativo capaz de darle cauce al orden diseñado desde la Presidencia de la República.
En esta tesitura, exacerbada desde el año 2006, desde el centro se ha puesto un freno ostensible y notorio hacia la transición política que, aunada a la competencia electoral desigual e inequitativa, atiza la hoguera de la desesperación partidista y la desesperanza social, política y económica; de tal manera que en el Pacto por México se establece el compromiso de “crear una autoridad electoral de carácter nacional y una legislación única que se encargue tanto de los procesos electorales federales como estatales”. La propuesta da lugar a un debate para que no se vulnere nuevamente el federalismo en aras de un centralismo omnipotente que no hace alusión al problema de la multiplicidad y enorme dispersión de las elecciones locales ni a las particularidades que cada entidad federativa y cada municipio presentan. El único resultado tangible de la propuesta es que se trata de una sugerencia audaz y compleja que es necesario pensar y repensar para no cometer errores mayores.
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