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domingo, diciembre 21, 2025

Fuera de lugar , por Alberto Chimal

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Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro.

Felisberto Hernández, Por los tiempos de Clemente Colling

(epígrafe de Fuera de lugar)

 

La UNAM publicó este año una edición mexicana –luego de la original, editada en Perú– de Fuera de lugar, colección de cuentos de Pablo Brescia (1968), narrador y académico argentino radicado en los Estados Unidos. El crítico Alexis Iparraguirre ha escrito que el libro muestra nuevos caminos para lo fantástico. Creo estar de acuerdo.

El término fantástico (o más precisa y pesadamente, como lo escribió Iparraguirre: género fantástico) es peligroso. En Hispanoamérica, y sobre todo en México, mueve a numerosas lecturas prejuiciosas, derivadas de posturas esnobistas respecto de la literatura o de expectativas creadas por las series –las franquicias, como las llaman– de las grandes compañías globales de entretenimiento. Autores interesados en la imaginación fantástica y preocupados por su standing con la crítica (tomo este otro término de un artículo de Álvaro Enrigue sobre las veleidades de nuestra cultura literaria) buscan ocultar ese interés por todos los medios a su alcance y disfrazar su trabajo de otra cosa: de cualquier otra cosa. Famosamente, Augusto Monterroso –el autor de las fábulas, de “El dinosaurio”, de Lo demás es silencio– declaró que la literatura fantástica no existe en absoluto en México, porque aquí todos vivimos en una realidad que rebasa nuestra capacidad de invención.

Pero Brescia está cerca, sobre todo, de la tradición latinoamericana de lo fantástico, fortísima desde el siglo XX, y nos recuerda así que esa tradición existe: que, aun si en la actualidad está ensombrecida, hay una línea que va de Ramos Sucre a Ana María Shua, de Felisberto Hernández a Jorge Baradit, de Amparo Dávila a Verónica Murguía. Lo fantástico latinoamericano no es la obra homogénea de un grupo que actúa deliberadamente para reproducir el éxito de algún precursor –no es siquiera un género, pues, en el sentido estrecho y mercantilizado que tiene la palabra hoy– sino una gran cantidad de propuestas narrativas distintas que coinciden en su intención de poner a prueba los límites de nuestras ideas de lo real. Esta intención puede provenir de inquietudes filosóficas pero también de numerosas experiencias vitales cercanas a cualquiera. Todos estamos expuestos a la fractura: al descubrimiento de que las certidumbres que aprendemos para sobrevivir pueden no ser suficientes.

En Fuera de lugar, los cuentos muestran todos, de diferentes maneras, esa fractura. Cada historia es la de un descolocamiento: los personajes, enfrentados a situaciones inusitadas y en ocasiones inexplicables, encuentran que las convicciones de sus vidas resultan ser ilusorias: construcciones que la imaginación o la costumbre superponen a la percepción de una existencia que los rebasa. Es la irrupción de lo inexplicable que fascinaba a Julio Cortázar, pero no siempre es parte de un argumento claramente sobrenatural. Un viejo profesor de literatura encuentra su vida fracturada en la rutina y la vejez; otros, en amores contrariados, experiencias violentas, hallazgos interiores que apenas pueden describirse.

Después de cierto tiempo, el lector empieza a sospechar que su propia vida podría fracturarse de modos similares. Ésta es otra forma del efecto fantástico: no nos distancia del mundo sino de nuestras ilusiones acerca del mundo.

* * *

Estoy escribiendo esta nota desde un lugar remoto de Canadá mientras la más reciente crisis mexicana se desarrolla y no apunta todavía a terminar. Todo comenzó, como se sabe ahora (como todavía se sabe), con la masacre de Iguala, Guerrero, del 26 de septiembre de 2014, que se recuerda ahora por la colusión de autoridades y narcotraficantes en la “desaparición” forzada de 43 estudiantes de una escuela rural. El pueblo donde está la escuela, Ayotzinapa, ha dado al vocabulario de la actualidad un nuevo nombre de infamia y de angustia. Tras el primer estallido de indignación social ha habido otros, nuevos escándalos de abuso y corrupción se han agregado al primero y las protestas continúan.

Aun desde esta distancia pueden verse, además de los sucesos diarios, el crecimiento de las discusiones y la división de la opinión pública y la sociedad mexicanas, que las redes sociales magnifican y vuelven más violenta y amarga.

Como en otras ocasiones similares, artistas de diferentes especialidades crean obras de contenido político y algunos niegan que sea pertinente cualquier otra. Menos radicalmente, otros critican cualquier modo de representación que no sea literal, orientado a reproducir lo inmediato. En todo caso no faltan las acusaciones de “escapismo” al hablar siquiera de los asuntos de la primera parte de esta nota. La imaginación fantástica no sería “válida”, estaría literalmente fuera de lugar en los tiempos que corren.

Yo pienso en Les Éditions de Minuit (Ediciones de la Medianoche), la editorial clandestina francesa que, surgida durante la ocupación nazi, publicó textos de autores de la Resistencia pero también, simplemente, literatura, pues sus fundadores sostenían que la literatura de todo tipo necesitaba continuar.

Y también pienso en la incapacidad de muchas representaciones literales –reconocida a veces por sus mismos creadores– para capturar el horror y la angustia de tal o cual aspecto del presente.

Y también pienso en cuentos como “La otra noche de Tlatelolco” de Bernardo Esquinca, o en la obra del colectivo de historietistas 656 de Ciudad Juárez, que de diferentes modos representan sucesos históricos o de actualidad con las claves de la literatura de horror sobrenatural.

Se me ocurre que nos falta experimentar, como sociedad(es), otra fractura: cuestionarnos la creencia tan arraigada entre nosotros de la impotencia de las artes y la literatura, de su incapacidad para permitirnos abordar el presente y luego abrirlo: comenzar a imaginar cómo lo deseamos, en vez de sólo repetir el aspecto que ya creemos conocerle.

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